SINGLADURA

Leo en la prensa del país con detenimiento, pero sobre todo con una enorme admiración y una cierta nostalgia parte de la historia del investigador del Instituto de Ciencias Nucleares (ICN) de la UNAM y colaborador de la NASA, Rafael Navarro González, cuyo trabajo es

considerado clave para determinar si un equipo de análisis químico estaba en verdad detectando materia orgánica de origen marciano.

El trabajo de Navarro González está ligado a la misión del robot explorador Curiosity, que hace poco más de media década recorre y toma muestras de la superficie marciana y que recién descubrió materia orgánica ancestral en Marte.

La explicación del astrobiólogo mexicano revela que son compuestos de hace tres mil millones de años, que se han preservado en rocas de barro llamadas lutitas, las cuales sólo se forman en presencia de agua líquida.

También se encontraron fluctuaciones estacionales en la cantidad de metano de la atmósfera marciana, lo que podría indicar procesos geológicos activos presentes, y aún desconocidos, dijo este científico mexicano.

El metano es un bioindicador para la búsqueda de vida fuera de la Tierra, así que su presencia y las fluctuaciones en sus niveles podrían indicar la presencia de seres vivos, si se detecta junto con otros factores, indicó.

Aun y cuando se aclara que la misión de Curiosity encontró primero agua y ahora materia orgánica y fluctuaciones de metano, esto no supone una evidencia concluyente de vida pasada en Marte. Antes de llegar a semejante conclusión, se requerirán nuevas misiones complementarias, que podrían llevar al menos una década más.

Hasta allí un resumen de la nota desperdigada en nuestra prensa. La ciencia, lo sabemos y padecemos, es un “nano-nicho” de la realidad nacional, si acaso. Es un despilfarro infame e inadmisible en un país como el nuestro tan exigido de inversión y desarrollo científico.

Aunque este espacio se reserva habitualmente a otro tipo de comentarios y apuntes, traigo esta historia no sólo para hacer notar la eventual hazaña científica de un universitario mexicano como Navarro González, sino para evocar con cierta nostalgia como dije antes a otro enorme científico mexicano, también formado en la UNAM. Me refiero a César Sepúlveda, a quien conocí casi de manera accidental –reportero sin suerte no es reportero, sin duda- hace unas dos décadas en el Laboratorio de Propulsión a Chorro (JPL) del CalTec en Pasadena, dependencia de la NASA administrada por el Instituto Tecnológico de California.

Entrevisté entonces a Sepúlveda y me asombró su historia, al igual que ahora Navarro González.

Me contó entonces que aún de niño en México siempre soñaba con alcanzar la luna. Con un toque de humor e ironía –lo recuerdo tanto- dijo que experimentó frustración. ¿Por qué? pregunté de inmediato. No podía dar crédito a esas palabras aun cuando las estaba escuchando. La sencillez y el talento de Sepúlveda afloraron de inmediato en su respuesta: nunca alcancé la luna, pero sí marte, me dijo.

Sepúlveda, un físico formado en la UNAM, ingresó al Centro de Investigaciones en Óptica (Colegio de Graduados de la Universidad de Arizona, en Estados Unidos), donde cursó una maestría y un doctorado.

Más tarde se vinculó al Laboratorio de Propulsión a Chorro (JPL) del CalTec en Pasadena, justo el sitio donde lo conocí y dónde por más de tres décadas diseñó instrumentos ópticos, como telescopios, cámaras y espectrógrafos para sondas espaciales.

El doctor Sepúlveda contribuyó a la construcción del Pathfinder, un robot que permitió mediante un sistema de cámaras, tomar las primeras imágenes del planeta rojo.

No abundaré más, incluso por razones de espacio. Sueñe usted afable lector (a) y saque sus conclusiones. Todas serán válidas, pero sobre todo necesarias.

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