La pandemia de COVID-19 ha sido una de las peores crisis de salud que ha padecido la raza humana. En nuestra historia moderna no se tiene memoria de una situación siquiera similar.

 Y no es por el número de vidas humanas perdidas, sino por las consecuencias sociales que ha traído consigo y que, lamentablemente, traerá aparejada. El mundo se ha detenido y por más que se han hecho esfuerzos por tratar de regresar a las actividades e interacción social, pareciera que el COVID-19 se empeña en volvernos a enclaustrar.

China, después de tres meses de haber declarado controlados los contagios, volvió a presentar un rebrote. Francia, Italia y España, tras haber disminuido la velocidad y el número de contagios, paulatinamente, han cesado el confinamiento. Por su lado, Estados Unidos, nuestro vecino y socio comercial, ha relajado las medidas sin que se hubiere controlado el contagio, tanto que muchos estados de la Unión Americana han vuelto a decretar el cese de actividades. La realidad es que la pandemia no ha cesado y se anuncia una vacuna contra el SARS-CoV-2 en humanos para este año.

Para el gobierno, los tiempos difíciles deben imperar de acciones arriesgadas y, sobre todo, responsables. Debe atender cualquier situación que ponga en riesgo a la sociedad, pues la vida y seguridad de quienes están en el territorio estatal son su responsabilidad. Cuando situaciones anómalas afectan la vida de las personas y se requieren acciones prontas, celeras, cuya demora puede trascender en la pérdida de vidas humanas, existen procedimientos especiales, regulados en su mayoría desde las constituciones de las naciones, que otorgan facultades especiales. Así, desde 1857, nuestra norma fundamental contempla tanto el procedimiento de suspensión de garantías, para cualquier situación anómala en general, como la instauración del Consejo de Salubridad General, para afrontar las emergencias sanitarias.

Ambas instituciones jurídicas tienen su origen —remoto, por cierto— en la República Romana, donde se contemplaba la figura del Dictador, que no era otra cosa que el otorgamiento de poderes máximos a un solo individuo para que atendiera situaciones de emergencia, como las invasiones y guerras. La figura sirvió a la República desde el año 501 a.C., hasta el 23 a.C., tras el asesinato del último Dictador, conocido en todo el mundo como Julio César, y que —sin duda— llegó a concentrar más poder durante el mayor tiempo, donde asumió todas las funciones gubernamentales, dejando al Senado como una instancia meramente testimonial. Por cierto: fueron los propios senadores —encabezados por Longino y Bruto—, que en aras de “presuntamente” recuperar la normalidad republicana de Roma, planearon y ejecutaron el asesinato del último dictador romano.

Como lo comenté al principio, ciertamente las emergencias imperan acciones prontas, audaces, firmes y extraordinarias para atenderlas y salvaguardar tanto a la población como al Estado en su conjunto. Sin embargo, las emergencias también son los pretextos idóneos para generar dictaduras que, a la larga, su único objetivo es perpetuarse en el poder y no la salvaguarda del Estado y sus fines.

@AndresAguileraM