Quienes consideramos a la libertad y a la democracia como derechos fundamentales del ser humano, vivimos momentos sumamente aciagos y preocupantes. En todas las naciones del mundo se gestaron movimientos políticos disruptivos, ensalzando banderas muy populares que reivindican injusticias añejas y profundamente arraigadas en el inconsciente colectivo, con miras a generar bases electorales amplias y sólidas, para obtener el control del poder político de las naciones. 

 Un número importante de estos movimientos han tenido éxito y han llevado a los gobiernos a personas con mucha simpatía y aceptación populares que, en este ánimo disruptivo, han tendido a generar políticas que, si bien cambian con los esquemas, visiones y objetivos del pasado popularmente repudiado, también lo es que arriesgan los avances alcanzados durante las décadas anteriores y, con ello, la estabilidad social y económica de las naciones a las que deben servir.
En esta lógica —me parece— se ha perdido de vista que popularidad no es sinónimo de legitimidad. La primera es la simple aceptación, simpatía o coincidencia de puntos de vista con un número importante de personas, en tanto que la otra se obtiene a través del ejercicio correcto del gobierno, lo que trae consigo —en muchas ocasiones— tomar y ejecutar decisiones momentáneamente impopulares y, en su mayoría, inaceptables para la mayoría de las personas, pero que al adoptarse se salvaguarda un bien de igual o mayor jerarquía, como la seguridad de las personas o la permanencia de las instituciones democráticas de una nación.
Hoy hay muchos gobernantes con gran simpatía popular que, en su actuar cotidiano, pretenden mantener —a cualquier costo— esa aceptación, aún en contra de la gobernabilidad y estabilidad de las naciones a las que sirven. Por igual desaparecen dependencias públicas que tienen finalidades específicas, por el hecho de no hacer funciones de estridencia política y de relumbrón; que decretan la desaparición de impuestos en detrimento del gasto operacional mínimo de las instituciones, o suprimen leyes que afectan intereses de copiosos grupos de interés, en demérito de mayorías y proyectos de gobernanza a largo plazo. Todo amén de mantener la aceptación momentánea de sus seguidores y militantes, con la finalidad última de perpetuarse —ellos o sus movimientos— en el poder.
Sin embargo, esa actitud políticamente rentable puede llegar a rayar en la más grande de las irresponsabilidades, pues en ese ánimo de buscar la aceptación y empatía sociales a toda costa, destruyen instituciones, planes y programas que costaron vidas, sangre, tiempo y recursos a cientos de miles de personas que se dedicaron a crear instrumentos que brindaran mejores condiciones de vida para sus conciudadanos.
Poner en el mismo plano a la legitimidad y a la popularidad es una apuesta muy riesgosa. Tratar de mantener el poder político a base de acciones populares sin que medie consideración o reflexión en torno a las consecuencias a largo plazo, inminentemente traerá consecuencias en la gobernabilidad y la estabilidad de los Estados, al tiempo que se juega con el futuro de las personas y las generaciones venideras.
@AndresAguileraM