Pareciera que la inmediatez y prontitud se imponen a la calidad y legitimidad de los productos políticos que —en otros tiempos— se habrían logrado tras intensas y profundas mesas de negociación en las que —por lo menos en la forma—, previo a la toma de decisiones, se escuchaban a todas las voces e intereses inmiscuidos en los temas, lo que hacía que éstos contaran con un mayor respaldo tanto político como popular.

 En estos tiempos, la cerrazón y la intransigencia, alentados y alimentados por la soberbia, la negociación política pareciera un arte olvidado y en vías de extinción, pues la obstinación por ser poseedores de la visión y verdad absolutas aflora y persiste aún por encima de la lógica, razón y hasta de las certezas matemáticas y físicas.

En la vida parlamentaria, en la que las mayorías abrumadoras son escasas, cuando las visiones ideológico-dogmáticas se imponen y se radicalizan posturas, difícilmente existen condiciones para la coincidencia y el encuentro, lo que impide —por propia naturaleza— generar consensos y lograr el apoyo necesario para que alguna propuesta valiosa encuentre cauce para materializarse.

Cuando se presenta la excepción en la que una visión única de grupo o partido cuente con una mayoría calificada en los órganos parlamentarios, el debate se vuelve meramente testimonial, sin que existan condiciones para la negociación o, si quiera, para encausar un diálogo tendiente a tratar de rescatar algún argumento opositor. Se dijera en lenguaje llano: van solos, sin contrapesos ni equilibrios se impone una visión única.

Sin embargo, cuando esto sucede, los electores, en comicios posteriores, tienden a reequilibrar la situación parlamentaria y evitar la materialización de mayorías avasallantes, obligando al reencauzamiento del diálogo, la negociación y el acuerdo, como mecanismos de entendimiento político. De este modo —por lo menos en teoría— la democracia vuelve a ser la forma de gobierno libertaria por excelencia.

Pese a ello, en los países y momentos en los que la obcecación y la inseguridad son la tónica recurrente, la tentación autoritaria se hace presente. Ya sea por intereses políticos o hasta criminales, la realidad ha demostrado que existen mecanismos de presión que, de forma subrepticia, inciden en la voluntad de los parlamentarios para coaccionarlos y lograr generar resultados ajenos a la voluntad de los representados y más apegados a intereses funestos y facciosos.

Ya sea el amedrentamiento con el uso faccioso de las instituciones públicas, o la burda y grotesca amenaza contra la vida e integridad de quienes ejercen las funciones parlamentarias por parte del crimen organizado, la democracia corre un grave riesgo. Es indispensable que el Estado garantice los medios necesarios para que los representantes populares, que ejercen funciones parlamentarias, lleven a cabo su función en total libertad y bajo su criterio; sin que medien presiones de ningún tipo y que tergiversen su voluntad para alinearla a intereses ajenos al bienestar general.

Hoy, en México, los legisladores —que son parlamentarios— padecen un gran desprestigio, ganado —quizá— a pulso; sin embargo, no podemos soslayar el hecho que hoy son motivo de grandes presiones que, sin el respaldo estatal, será imposible que puedan realizarla como está prevista, por el contrario, se avizoran como rehenes de intereses individuales, sectarios y hasta criminales.

@AndresAguileraM