La violencia ha sido parte inherente al desarrollo de la humanidad, cuya organización y orden están basados —de alguna manera- en ella. A su vez,

y por su permanencia como instrumento innegable para el sometimiento, dominación y control entre los seres humanos, forma parte de su propia naturaleza.

Así, desde los albores de las sociedades, en muchas culturas, la condición de la mujer fue condenada a la subyugación y sometimiento por el hombre a través de la violencia. Culturas y religiones justificaban, a partir de elaboradas interpretaciones basadas en mitos y leyendas, su minusvalía como mecanismo para dominarlas y cosificarlas, generando prejuicios y convencionalismos que, lamentablemente, aún traemos arrastrando hasta nuestros días.

La discriminación e inequidad entre los géneros es vértice para la generación de violencia. Así, la concepción machista de natural sumisión de la mujer hacia el hombre hace que prácticas violentas, sin que necesariamente sean físicas, sometan la voluntad y hasta la dignidad de mujeres que, precisamente por la deformación social, llegan a asumir como “normales” situaciones en las que su dignidad y propia humanidad se ven completamente eclipsadas.

Por esta situación y por la normalización y justificación de prácticas violentas es que, de conformidad con los datos aportados por el Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública, en México, durante el primer trimestre del 2022 se perpetraron 229 feminicidios; la expresión más drástica de la violencia contra las mujeres.

Ello es muestra clara que la violencia es una constante y que necesariamente se ejerce en millones de mujeres que padecen de muchos y diversos tipos de ella a diario. Desde la pasiva, esa que se ejerce sin que medie, siquiera, una acción; la económica, mediante la que se coarta la libertad y la equidad; la psicológica que, junto con prácticas manipulantes, vuelven las vidas al interior de miles de hogares, infiernos constantes y permanentes en donde el miedo forma parte de lo cotidiano y la desesperanza un estado anímico permanente.

La violencia desmedida y desproporcionada carcome a las sociedades e impide un desarrollo individual pleno, porque limita la libertad de las personas. Es el medio para el sometimiento y el control, subsumiendo la individualidad y los anhelos en cuestiones prácticamente inalcanzables. 

Millones de mujeres por todo lo largo y ancho del territorio nacional, viven diversas situaciones de violencia que no solo les coarta artificiosamente su libertad, sino que, además, las sumerge en una catatonia que les impide vivir a plenitud y alcanzar sus fines individuales. No se ven ni se destacan porque el complejo social no ha logrado desterrar prácticas de sumisión ni, mucho menos, de sometimiento al arbitrio del hombre.

Mientras las sociedades no comprendan que su nivel de evolución y desarrollo se mide con base en la forma en que trata a las mujeres, la violencia de género no sólo seguirá siendo una constante, sino que —como en el caso mexicano— continuará incrementándose a niveles que jamás se han visto.

Hoy México exige que replanteemos los mecanismos para prevenir y erradicar la violencia contra la mujer, precisamente para reencausarnos en la ruta del respeto y el perfeccionamiento social.

Andrés A. Aguilera Martínez

@AndresAguileraM