Winston Churchill decía que “la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado” con lo que expresa que, si

bien es imposible lograr abatir la injusticia e inequidad en las sociedades, lo único cierto es que la democracia, al momento de ser ejercida, pone a todos en el mismo plano.

“Una persona, un voto” es el principio que reconoce la igualdad en la democracia. Cada individuo vale por el hecho de serlo, su opinión es igual a la de cualquier otro, sin distingo de condición, origen, raza, sexo o preferencia; cada uno vale por uno, ni más ni menos.

En teoría, al emerger de la igualdad, quienes son electos tienen una responsabilidad de representación, no de mando ni de sumisión. A diferencia de las monarquías absolutas, los gobernantes que ostentan el poder responden y rinden cuentas respecto al ejercicio de su encargo de representación. Por eso los medios informativos se refieren a los presidentes como “mandatarios”, que no es otra cosa que un representante que ejerce las funciones que le son ordenadas por su “mandante” o “representado”.

Diputados y Senadores son igualmente “mandatarios” de la gente que los elige para que sean su voz ante el parlamento y dirijan el destino de la nación, con base en las ideas y propuestas hechas durante la campaña, la mayoría teniendo como base la plataforma ideológica y plan de acción del partido político que los postuló.

La igualdad es la base del sistema democrático. Cada individuo ejerce una voluntad única e igual en peso e influencia. En estricta teoría, esta voluntad debiera tener como fuente la esencia misma del ser humano y el deseo de bienestar, generado en la solidaridad que se presupone es inherente a la sociedad y exaltada como virtud, suceso excepcional que presupone magnanimidad de la humanidad. Sin embargo, la realidad es mucho menos idílica de lo que suponían los padres demócratas.

Los seres humanos somos —como decía Aristóteles, en su “Retórica”— seres sensibles y emocionales y, como tales, “las emociones son las causantes que las personas se hagan volubles y cambien en lo relativo a sus juicios, en cuanto de ellas se siguen pesar y placer…”.

A partir de ello, el sistema democrático se ha ido pervirtiendo conforme la comunicación y los mecanismos de propaganda han ido evolucionando, así como las estrategias de manipulación y mercadotecnia que, con más frecuencia, manejan aspectos psíquicos que llegan a jugar con la mente y sentimientos de las personas, encaminándolas y condicionándolas a ciertas respuestas previsibles.

En esta lógica, la democracia y sus reglas son manipuladas de tal forma que pervierte su fin valioso para convertirlo en un vulgar mecanismo de acceso al poder, ajeno a la valía de su concepción y, mucho más, en la lógica valiosa de ser un instrumento para el bienestar general.

La gran debilidad de la democracia estriba, precisamente, en la capacidad de manipulación de las emociones y pasiones humanas. En la medida en que esto ocurra la democracia deja de existir para transformarse en otra de sus perversiones. Así, ante el aumento de la manipulación y la pérdida de valores propios, la democracia está condenada a muerte y, con ella, la libertad de la humanidad.

@AndresAguileraM.