Durante décadas, la democracia fue el más sólido baluarte en la defensa del mundo libre frente a los constantes embates de los sistemas absolutistas o del corporativismo estatal de los regímenes comunistas. El estrecho margen que separa a Donald Trump de su rival demócrata en la contienda por la silla

presidencial de los EE.UU, revela sin duda un hecho preocupante: El fortalecimiento creciente y vertiginoso de los populismos que, al margen de su sello ideológico, amenazan con tormentas los cielos de la democracia. 

Como la mosca del gusano barrenador que asuela los rebaños, el populismo aprovecha toda “herida” en el tejido social para depositar sus huevecillos que, transformados en larvas y escondidos tras la retórica misma de la democracia, se alimentarán de sus entrañas hasta dejarla inerte.

De muy variado cuño en el vasto espectro político derecha-izquierda, los populismos proliferan sin piedad como una plaga invisible, socavando los valores que suponíamos inamovibles: la igualdad frente a la ley, la solidez institucional, la libertad de expresión y la pluralidad de pensamiento . Sin conformar un sistema ideológico, el populismo puede ser entendido como una forma particular de gobernar, como una modalidad discursiva que, al margen de su encuadre político, taladra en su estrategia los cimientos de la democracia. Pero, ¿cuáles son los rasgos comunes que dan forma y cuerpo a los llamados populismos? ¿En dónde radica su peligrosidad? ¿Qué implicaciones adversas supone el que un líder como Donald Trump o López Obrador, consiga posicionarse como el genuino y único representante de la voluntad popular? Los populismos parten siempre del principio de la confrontación, de una polarización maniquea del mundo en dos realidades enfrentadas: el pueblo verdadero y bueno, materializado en la voluntad de su autoproclamado representante legítimo, y un "otro" corrompido y perverso que surgido de diversos grupos y bajo variados nombres y apelativos, encarna al enemigo de las aspiraciones populares. Así la voz del líder, siempre llana y coloquial, puebla el imaginario popular de enemigos vagos e intangibles: neoliberales o fífis, imperialistas o judíos, migrantes o islamistas, da igual; cada populismo fabrica sus fantasmas. Como el canto irresistible de las sirenas, el líder populista emite su llamado, se adueña de la voluntad popular para ejercer el poder sin cortapisas, aun por encima de las leyes, de las instituciones, o de cualquier estructura que acote su proceder. Decirle a las masas lo que desean escuchar, permite al líder su control absoluto, su fidelidad ciega; perdonarán la mentira y tolerarán la ineptitud. El respaldo incondicional y visceral de las masas hacia la figura del iluminado, focalizará el poder en su persona: el autoritarismo y el narcisismo serán a menudo la consecuencia inevitable ...... el pueblo soy yo. Las dicotomías populistas impiden todo acuerdo: el carácter irreconciliable de los polos se opone a la negociación democrática, al reconocimiento de las necesidades y los derechos del "otro". Tarde o temprano, la intolerancia, el enfrentamiento y la descalificación prejuiciosa hará su debut en la vida pública.

Lo mismo en México que en los EE.UU., la polarización se agudiza y se alienta para apuntalar la discursiva perversa del líder populista. Pero nadie siembra odio para cosechar manzanas. La historia parece recordarnos los peligros de la descalificación y de las separaciones prejuiciosas: el 9 de noviembre de 1938, tendrían lugar en la Alemania nazi, en la Austria anexionada y en el área de los Sudetes en Checoslovaquia, los progromos de la Kristallnacht o " noche de los cristales rotos "que, promovidos desde el poder por el ministro de propaganda Joseph Goebbels, condujeron al asesinato de docenas de judíos, a la quema indiscriminada de 191 sinagogas y al saqueo y destrucción de cementerios y negocios judíos.    

La polarización populista no ofrece un desenlace distinto: quien siembra vientos, recoge tempestades.

Dr. Javier González Maciel