La polarización como arma política, disfrazada o camuflada de politización, ha rendido hasta ahora y en general jugosos

dividendos, que incluyen cada vez más espacios políticos, poder económico y una subyugación de amplios sectores sociales, entre ellos muchos auténticamente depauperados y otros no tanto, a la llamada cuatroté, que avanza y reedita al PRI hegemónico y avasallante de los viejos tiempos, ante una oposición ciudadana mucho más vigorosa que la asociada a los partidos políticos, que hasta ahora adversan al régimen en funciones dentro de un formato meramente testimonial y/o satelital.

Es un hecho que los partidos políticos que definieron el “stablishment” mexicano hasta el 2018, han sido los responsables del ascenso al poder de la cuatroté, una abigarrada mezcla de intereses políticos y económicos cocinados más al calor de la falta de alternativas de una ciudadanía hastiada, desilusionada y frustrada que de la elección cierta de una propuesta inteligente, ideologizada y sobre todo incluyente para impulsar un cambio nacional genuinamente positivo, una demanda insatisfecha para amplios sectores del país, que se engrosa con un ejército de arrepentidos y/o traicionados.

En ese contexto, que imperó antes de la elección del 18, surgió la falsa idea o creencia social ampliamente extendida de que nada podría ser peor que lo que había en México hasta el cierre del sexenio de Enrique Peña Nieto.

Como sabemos el sexenio peñista marcó la resurrección del PRI tras dos gobiernos panistas que administraron el país, sin que tampoco fueran capaces de darle un contenido trascendente y un mejor rumbo. De hecho, tras la hazaña foxista en el 2000 al desterrar de la presidencia al PRI, se “gobernó” bajo el criterio de que la derrota electoral del tricolor y su expulsión del poder, bastarían al país para inaugurar un nuevo ciclo nacional. Falso, otra vez.

De igual forma, hay que recordar que Peña Nieto ascendió al poder en 2012, un triunfo que significó en los hechos la restauración del tricolor, bajo la doble premisa, también falsas, de que los priistas si sabían gobernar y que además ya habían recibido un castigo electoral lo suficientemente severo para levantarles la tarjeta roja. ¡Vaya error de percepción!

El PRI, repotenciado y ensoberbecido por su reivindicación, resultó mucho peor que antes, tanto así que se vino abajo apenas dos años después con el escándalo de la famosa Casa Blanca, que salió a la luz pública en noviembre de 2014, un asunto que pegó en la línea de flotación del peñismo, aunque no sólo.

El lío de la Casa Blanca fue uno más, el más grave quizá, en medio de los escándalos de corrupción asociados a las denuncias sobre los multimillonarios desvíos de recursos públicos de algunos gobernadores, entre ellos los de Veracruz (Javier Duarte de Ochoa), Quintana Roo (Roberto Borge Angulo) o Chihuahua (César Duarte Jáquez), los tres detenidos, y que en 2012 fueron presentados por el propio Peña Nieto como un ejemplo del nuevo PRI. Otra pifia presidencial que devastó a su gobierno, y alentó de nuevo la desesperanza y la muina social contra el ex partidazo.

Estos ingredientes se mezclaron para que el gobierno de Peña Nieto ya no pudiera levantar cabeza, y por el contrario, se zambullera de manera anticipada al cierre del ciclo  sexenal, en la marea guinda, apenas ésta se hizo del poder en las elecciones del 2018.

A partir de entonces, es innegable que el PRI vive una prolongada agonía, evidenciada en una persistente caída electoral de más de una década, y que el domingo próximo cuatro de junio podría colocarlo en una situación de cuidados paliativos si pierde el Estado de México, sin importar incluso como se anticipa su triunfo en Coahuila, con un padrón de poco más de dos millones de electores.

Así que los partidos políticos del país, no sólo cargan con la responsabilidad, así mantengan el error de no verlo y mucho menos aceptarlo y/o enmendarlo, del ascenso al poder de la 4T, -más una anomalía política que una oportunidad concreta de un cambio razonado a la vista en buena parte por sus resultados- y a la que los partidos políticos de oposición podrían añadir la responsabilidad de que este movimiento pudiera preservar y acrecentar su poder como en los viejos y mejores tiempos del PRI, donde “todo era PRI”.  En tanto, sigue a la deriva y expectante una ciudadanía que adversa al régimen, pero que más allá de sus marchas, concentraciones, manifestaciones, protestas e inconformidad, no encuentra la vía para reemplazarlo. ¡Vaya escenario, donde reina una polarización infame, pero redituable hasta ahora en términos de poder, la mayor divisa del quehacer político nacional!

Roberto Cienfuegos J.

@RoCienfuegos1