Primero, lo verdaderamente importante: antes que escultor, antes que grabador, antes que muralista, antes que maestro, 

 antes que pintor, Gilberto Aceves Navarro era un gran ser humano; un hombre generoso; un tipo alegre, desparpajado, irónico; en fin, alguien lleno de vida y de colores.        
Cuando uno convivía con él, cuando uno platicaba con él, no daba la impresión en lo absoluto de que estuviéramos frente a uno de los más importantes y revolucionarios artistas mexicanos de la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días. No. Él, el querido maestro Aceves Navarro, se encargaba de aligerar la conversación. Siempre.        
Lo cuento tal cual.        
Por ejemplo, la primera vez que conversé con él, en el lejano 2003 —cuando recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes—, unos botes nos sirvieron como sillas. Así sin más. En su ropa, en sus manos, las manchas de pintura se mezclaban libremente.        
—En este momento, ¿le llega la inspiración con la misma frecuencia que antes? —le pregunté en un momento dado.        
—Claro. Para mí la inspiración es así: al principio, a la hora de trabajar, uno empieza como flojito; luego, me voy calentando, calentando; al final, estoy totalmente sumergido en esto y todo llega sin tropiezo alguno, como cascada... Pero no es inspiración. La inspiración pura no existe. Más bien es estar compenetrado profundamente con esto, con una actitud llena de recepción, de obediencia, y fuerza, que indudablemente lo va capturando a uno hasta llegar a todo su potencial. Eso es maravilloso. Algunas veces, incluso, he pensado que el cuadro me salió dictado. ¿Qué significa esto? Que no tuve ningún tropiezo. Simplemente la pintura me iba diciendo: pon rojo, pon verde, ahora aquí, ahora allá. Y brotaba.        
—Pero, entonces, ¿es la pintura la que lo dicta? ¿No es eso que llaman el “Ser”?       —No, qué va. Yo no creo en esas cosas. Para mí, la pintura es el ser superior. Siempre está adelante de uno. La pintura es la que le va diciendo a uno: abusado, güey, es azul y no rojo...      
Dijo esto, y el maestro soltó tremenda carcajada. Tratando de ponernos serios, continué: ¿se siente en este momento, como dicen los críticos, un clásico; o más bien es un barroco?      
—Sigo siendo un iconoclasta clásico; nada más —me respondió—. En cuanto a estilos, acumulo a veces elementos porque así lo requiere la obra. Encuero las cosas porque así se necesita. Porque siento que así dice mejor lo que estoy planteando. No me detengo a decir: en este momento soy un pintor barroco, por lo tanto debo hacer cosas como un barroco. No. Jamás he estado casado con nada. Juego con las posibilidades que me ofrece la pintura. Así que, aunque los esquemas de “hacer bien las cosas” digan que no va esto o aquello, yo lo hago. Porque nunca hago cosas académicas. Estoy inventando mi mundo... La cuestión es la libertad. Ejercerla. Perderse en ella. Por eso no comparto ni me agrada esa gente que sabe lo que está haciendo y el resultado que saldrá de ello. Está bien; es su derecho. Sin embargo, yo no me divertiría si supiera que el cuadro que pintaré ya lo pensé: debe llevar 35 por ciento de rojo, 15 por ciento de blanco, 19 líneas, 11 puntos; y deben estar aquí y acá; la firma, y el cheque que voy a pedir por él.
II
Transcribo lo que anoté en mi pequeña libreta el viernes 9 de agosto de 2019. Volvía de entrevistar a Gilberto Aceves Navarro en su casa de Cuernavaca, Morelos: “El maestro ha estado cordial, irónico, profundo, nostálgico y, finalmente, humano. A punto de cumplir 88 años de vida, sigue inventando y creando, mostrando gran vitalidad artística”.      
No sé si fue su última entrevista que concedió, lo que sí sé es que fue una de las últimas que dio; de eso estoy seguro.      
Imposible resumir aquí las dos horas que pasamos conversando: nombres, recuerdos, anécdotas se iban acumulando en el pequeño armatoste llamado grabadora. Yo, por mi parte, no cabía de felicidad.      
Ese día caluroso, el maestro estaba afable, despreocupado, atento, vivaracho, bromeaba, contagiaba su vitalidad. En algún momento de la conversación —ante el aviso de que había llegado la hora de comer—, me pidió que le siguiera haciendo preguntas.      
—Hágame otra, usted no se preocupe —me dijo, ante el asombro de mi compañero fotógrafo.      
Luego, dijo:      
—No me den cuerda, porque me sigo.       Entonces se echó a reír.
III
Desde hace mucho tiempo, a Gilberto Aceves Navarro nadie sabía dónde ubicarlo. Como colaborador de Siqueiros y miembro del Salón de la Plástica Mexicana, algunos lo situaron —con justa razón— dentro de la Escuela Mexicana; otros, en cambio —debido a su continua búsqueda de libertad, debido a su continua búsqueda de originalidad lúdica, debido a su férrea oposición al muralismo panfletario—, prefirieron incluirlo en la Ruptura.      
Pero él siempre negaba eso. Él decía e insistía que no era cierto, que anduvo en paralelo pero que no profesaba las mismas ideas. Y había que hacerle caso. Porque en su obra —más que ceñirse a una generación, más que limitarse a una técnica, más que seguir una moda, más que abrazar un solo tema—, Gilberto Aceves Navarro jugaba siempre con las posibilidades que le ofrecía el arte mismo. Él estaba inventando su mundo, y, en él, cabía de todo.      
Ahora ese mundo ha quedado en silencio y vacío. El maestro ha fallecido el domingo 20 de octubre.      
Con su partida, se va un pedazo de la historia de México —país al que amaba profusamente—; era historia viva del arte plástico del siglo XX. Era, como él mismo me lo dijo, un iconoclasta clásico; un vanguardista que desmitificaba la vanguardia.      
—¿Siempre fue muy rebelde? —le pregunté aquella última tarde de agosto que nos vimos.      
—¿Yo?      
—Sí. ¿O era un outsider, como ahora se hacen llamar?      
—¡No, qué va! Yo acabé siendo también muy principito.      
—Ahora es fifí —intervino el fotógrafo—; es lo de hoy.      
—Es cierto, es cierto —dijo el maestro, mirándolo—. Ahora es fifí...      
Las risas de todos, entonces, se expandieron por toda la casa.      
Es, ya, la última risa que me queda como recuerdo del maestro, del gran Gilberto Aceves Navarro.