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La vorágine electoral nos hace perdernos en situaciones que, en muy poco abonan, a la importancia y trascendencia de las instituciones públicas. Ciertamente la lucha electoral hace que la atención de la gente se centre en cuestiones meramente banales, la mayoría atractivas más por el morbo que provoca la confrontación, que por lo trascendente de las propuestas o la comparación entre ideas e ideologías. Todo el aspecto electoral ha sido

reducido a un mero espectáculo de circo romano, en el que los políticos son lanzados a un ruedo en el que los contendientes se pelean a muerte, amén de tener entretenido a un pueblo al que —para bien y para mal— le es completamente intrascendente la cuestión pública y el ejercicio del gobierno.

Nuestro país —al menos en apariencia— se reinventa cada seis años con la elección del Presidente de la República. Incluso la mercadotecnia política, hace suponer en el inconsciente colectivo, que las cosas habrán de mejorar para todos a partir de que alguien ocupe la titularidad del Poder Ejecutivo de la Unión. Nada más falso, ilógico e incomprensible que esa falacia que nos han hecho creer a lo largo de la vida postrevolucionaria. México es un país que, por sus condiciones geográficas, sociales y económicas, mantiene una posición de privilegio frente al resto del concierto de las naciones. Su desarrollo depende, más que de personas, de la fortaleza de las instituciones gubernamentales. Si estas funcionan y brindan estabilidad social, económica y hasta política, el país puede avanzar hacia el desarrollo; de otra forma —en el mejor de los casos— nos mantenemos en un estancamiento que no permite generar mayores condiciones de bienestar.

Desde la instauración de los regímenes revolucionarios hasta nuestros días, se han ido forjando instituciones públicas que funcionan sin que dependan de la guía u ordenanza de algún iluminado que ocupe el poder presidencial. Por el contrario, en muchas ocasiones, las cuestiones políticas hacen que su funcionamiento se vea truncado, precisamente, por la injerencia de factores exógenos a su actuar habitual, como órdenes presidenciales que mueven la sincronía de sus engranajes.

Hoy por hoy, el gran reto político gubernamental estriba, precisamente, en que quien ocupe los cargos de elección, fortalezcan a las instituciones públicas, pues hoy —desgraciada y penosamente— están en un proceso de debilitamiento, desvalorización y de pérdida de legitimidad. Las instituciones de gobierno —y de la República— no pueden ser presas de coyunturas políticas ni, mucho menos, de desnaturalización de sus funciones primigenias. Es necesario retomar el camino de la institucionalización. Ya no podemos seguir creyendo que serán los caudillos, y su personal forma de gobernar, las que nos llevarán hacia el desarrollo y el bienestar. Serán esas instituciones las que salvaguardarán el destino de México; el conjunto de hombres y mujeres permiten que el gobierno sirva para ayudar a la gente en la búsqueda de su bienestar individual y colectivo.

@AndresAguileraM