Las actividades sociales se han reactivado más por la necesidad que por haber controlado el virus y la enfermedad que nos ha mantenido en confinamiento durante los últimos meses.

 Ciertamente, en los últimos días, se ha privilegiado la reactivación económica sobre la cautela por la salud. Indiscutiblemente las secuelas de la pandemia se extenderán más allá de la cuestión sanitaria.
Los efectos de la crisis socioeconómica que se avecina son de pronóstico reservado y será una de las secuelas más más dolorosas que deje al mundo, junto con la pérdida de miles de vidas humanas. Independientemente de los buenos augurios gubernamentales o de las acres y alarmantes críticas de sus opositores, habrá una transformación social. Su dirección dependerá —en mucho— de la habilidad para afrontar las vicisitudes que se nos presenten en el horizonte.
Generalmente los sucesos que violentan profundamente a la sociedad provocan cambios y transformaciones que, a la larga, generan beneficios para la sociedad, los Estados y las regiones. Sin embargo, mientras se logra la estabilidad, la sociedad vive momentos convulsos y de gran zozobra.
Así, en nuestro México, la Revolución Mexicana, ha sido el último gran movimiento que estremeció —desde la raíz— a la sociedad. No sólo por los constantes enfrentamientos bélicos, sino por lo profundo de los reclamos sociales que lo acompañaron, dieron cuerpo, sustancia, fondo y legitimidad a la facción dominante que tuvo el control postrevolucionario.
Como la historia de la humanidad lo ha demostrado, todos los movimientos sociales avanzan, transforman, se consolidan y fenecen. En nuestro país, la euforia por la democracia y la justicia social, con el paso del tiempo, lamentablemente se fueron transformando en proclamas y arengas huecas, que poco a poco fueron desapareciendo —incluso— de los discursos, referencias y propaganda gubernamental.
Las añoranzas de reivindicación fueron sustituidas por una mala concepción de la libertad, que llevaron a adoptar ideologías e implantar políticas que desatendían la naturaleza propia del devenir sociocultural del país y su condición político-económica, incrementando las brechas de desigualdad junto con el atizamiento del rencor y el resentimiento, siempre latentes en nuestra historia.
La democracia retomó fuerza, se reimplantó como un mecanismo para conseguir la ansiada y desatendida justicia social. Se mal supuso que sólo con la participación de la población en las elecciones se consolidaba, sin considerar la necesaria educación para vivir en ella. Mientras no exista la valoración real y persista la desigualdad y la miseria la democracia difícilmente se consolidará, abriendo paso a perversidades que sobreexplotan estos sentimientos que, al ser descubiertas, traen consigo desilusión y desencanto hacia un sistema político que,si bien es imperfecto, resulta ser mucho más equitativo que todos los demás que conocemos, lo que —peligrosamente— trae consigo simpatías para la tiranía y su consecuente pérdida de libertad. Un paradigma desolador en las olas del porvenir.
@AndresAguileraM