México es un país lleno de contrastes. En sus más de un millón de kilómetros cuadrados de territorio, cuenta con una diversidad de recursos considerable. Suelos de cultivos heterogéneos, climas variados que permiten una producción agrícola vasta y variada; miles de kilómetros de litorales, que permiten una explotación suficiente y responsable; hidrología amplia que permite abastecer del líquido y generar energía para consumo nacional, y una biodiversidad como pocas naciones en el orbe.

 Es el décimo tercer país en el orbe en extensión y el décimo más poblado. Según Medición de Pobreza en México 2016, hecha por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) somos poco más de 126 millones de habitantes, de los cuales, poco más de 53 millones (43.6% del total) se encuentran en situación de pobreza y de éstos, poco más de 375 mil personas (7.6% del total) están en pobreza alimentaria. En este escenario, vemos que seis mexicanos concentran más de la mitad del Producto Interno Bruto Nacional.

Ese es el nivel de disparidad en nuestro país y es aquí donde se desarrolla una dinámica social que no sólo incrementa la brecha de desigualdad sino también el resentimiento entre los extremos: la sociedad —por una nefasta costumbre— tiende a clasificar y desagregar; separar y dividir donde nada lo justifica, pero que —lamentablemente— permanece en el tiempo.

Cierto, en términos de las cifras del Coneval, la población restante, es decir el 56.4%, tiene otro tipo de conflictivas que los hacen vulnerables a otro tipo de circunstancia; sin embargo, las divisiones se encuentran igualmente presentes.

No importa que tengan los mismos problemas e inconvenientes, siempre hay una condición que fomenta y promueve la división. Es imposible ocultarla, así como a la discriminación predominante en México. Se ha marcado más en las últimas dos décadas, sobre todo en la medida en que se exhibe la individualidad y se fomenta el consumismo para demostrar opulencia. Del mismo modo, es imposible esconder el resentimiento que ello genera. El hartazgo de la gente es notable y, aunque la esperanza de cambio surgida tras la elección del 2018 ayudó a minorar la presión, lo cierto es que sigue ahí, latente, inerte, en espera de cualquier detonante para incendiarse nuevamente.

El resentimiento, la indignación y la discriminación son el combustible de la polarización, que ha sido utilizada no sólo como instrumento de control político, sino también para afianzar la permanencia de grupos en el poder. Sin embargo, este juego se torna peligroso pues mover las pasiones de la gente siempre trae consecuencias imprevisibles que, de una u otra forma, ponen en grave riesgo lo construido en siglos de desarrollo y evolución política.

En el país de la furia, donde el resentimiento busca revancha y se encuentran a flor de piel, no podemos darnos el lujo de jugar con fuego. Es necesario reencausarnos hacia los equilibrios necesarios que generen estabilidad y la posibilidad de establecer escenarios que nos lleven al bienestar y mejoría de quienes habitamos en México. La alternativa es el reencuentro con la solidaridad.

@AndresAguileraM