Como lo he venido comentando en varias colaboraciones anteriores, la democracia en el mundo vive momentos sumamente aciagos y complejos. La falta de resultados y de condiciones

 bienestar para el grueso de la población, aunado a la ineficacia e ineficiencia gubernamentales y la corrupción han hecho que las instituciones democráticas pierdan legitimidad, abriendo paso a peligrosas encarnaciones carismáticas que tienden a desestimar instituciones e, incluso, destruirlas para instaurar visiones peligrosamente despóticas y, consecuentemente, a implementar gobiernos personalistas, con visiones limitadas, con resultados magros, sin prospectiva ni permanencia.

Las condiciones de desánimo y desilusión que prevalecen se han vuelto tierra fértil para que, en términos weberianos, se consoliden liderazgos carismáticos que enarbolan ese resentimiento y desasosiego, a modo de paladines contestatarios que pretenden representar y empoderar, de forma negativa, a quienes se han visto afectados por la ineficacia gubernamental y la creciente injusticia social. Se vuelven críticos que, al llegar a poder, transforman de forma negativa los sistemas gubernamentales, para retornar a tiempos en los que la voluntad unívoca —muchas veces irreflexiva y otras perversamente ideada— del monarca se volvían acciones de gobierno.

En esta dinámica el riesgo para la democracia no es —exclusivamente— la restricción de la participación social en la vida política y gubernamental, también lo es el deterioro y posterior destrucción de las instituciones republicanas de gobierno.

El institucionalizar al gobierno tiene como finalidad cumplir con objetivos a largo plazo, basados —principalmente— en planes y programas que tienen metas programáticas, claras y precisas, tendientes a lograr condiciones de bienestar para las personas.

Cierto, este proceso también tiene fallas, pero siempre es más certero contar con instituciones que pueden permanecer en el tiempo que estar sujetos a la voluntad, visión y deseo unipersonal de quienes detentan el poder.

Las instituciones son medios que tienen fines y obligaciones determinadas por la ley, que permanecen y trascienden más allá de las personas. Son herramientas para el bien público y brindan la certeza del ejercicio eficaz y eficiente del gobierno. Mientras haya instituciones, es posible plantearse metas a largo plazo para que las generaciones presentes y venideras puedan tener mejores condiciones de vida y bienestar.

Sin embargo, los tiempos que vivimos, en donde autócratas disfrazados de paladines reivindicatorios asumen el control y mando de los gobiernos, las instituciones republicanas se encuentran en grave riesgo, pues muchas de ellas, por propia naturaleza, se oponen a la voluntad despótica, por lo que son motivo de amenazas reiteradas, azuzamiento constante y amedrentamiento incesante para que se adecuen a la voluntad y visión autocrática, ello en detrimento del proyecto de nación general que, como buena institución, emana de la norma fundamental al tiempo que prevalece en el tiempo.

Las instituciones son fundamentales para el bien público; sin ellas, la población se queda sin una barrera que la salve de la inestabilidad y la incertidumbre que genera depender de la voluntad autócrata de megalómanos irreflexivos y arbitrarios.

@AndresAguileraM