SINGLADURA

Uno de estos días en la atribulada ciudad de México, sobra decir pero hay que decirlo cada vez menos humana, topé de frente a un hombre de cabello cano. Al mirarlo de frente sólo atiné a sonreírle. No supe qué más hacer.

El hombre, cuya identidad me reservo, con unos 65 o 68 años a cuestas, de inmediato respondió el gesto. Sonrió y sin más soltó este comentario: usted ya me hizo el día. ¡Uff! Me sorprendió, tanto como el encuentro fortuito.

Mi amable interlocutor se detuvo en la esquina donde coincidimos y rápido comenzamos a conversar. Le dije que me alegraba y le agradecía el comentario, pero que me parecía un tanto exagerado. Después de todo, lo único que había yo hecho es sonreírle. Más nada.

Iniciamos una breve charla. Me contó que estaba en busca de un empleo y me mostró una carpeta plástica repleta de documentos. ¡Mire todo lo que aquí traigo! dijo apuntando a la mica repleta de papeles. Nadie me da empleo, espetó y añadió: “la gente cree que los viejos ya no tenemos vida, ni necesitamos nada, que el futuro ya no existe para nosotros, los viejos”. Sentí pena, claro. No atiné más que a soltar algunas palabras de alivio, de ánimo, pero dentro de mí quedó la tristeza del caso. Esta se profundizó cuando este hombre en la medianía de los 60´s añadió que  de dos hijos que tiene, no se hace uno. “No nos ven”, me contó para incorporar a su esposa. “Se casaron y ni se acuerdan de nosotros. Están más apegados a sus suegros”, relató este hombre de aspecto humilde y complexión robusta.

De pronto su cara cambió y esbozó un gesto de satisfacción y hasta diría de una sonrisa mustia. “Lo bueno es que ayer comimos duritas”, confió. ¿Oiga y qué son las ´duritas´” pregunté. “Pues tortillas”, me dijo un tanto sorprendido de la pregunta.

¡Ah, caray! Referí. No conocía esa forma de hablar de las tortillas.

¿Dónde vive? Pregunté. “Allá por Ciudad Azteca”, añadió. ¿Y qué anda haciendo hasta acá? Interrogué en una esquina de Tlalpan. “Pues ando buscando chamba”, respondió. “Pero ya nadie quiere a los viejos”, consideró un tanto pesimista y abatido.

Pero casi de inmediato recuperó el ánimo. “Pero usted ya me hizo el día”, insistió. Rebatí el punto, puse unos pesillos en sus manos y nos despedimos con un apretón de manos y buenos deseos mutuos. Desapareció pronto en la distancia. Yo me quedé un tanto apesadumbrado por la breve charla y la situación de ese hombre y su esposa.

Pensé en los derechos, así los llaman, de las personas de la tercera edad. También así llaman a los viejos de este país.

Algunos de esos derechos refieren los de tener una vida digna, al respeto social, la salud, los alimentos, el transporte y la vialidad, a la justicia y la asociación.

Esos “derechos” escritos en el papel también aluden el derecho al trabajo y de usar  otras oportunidades de generación de ingresos, lo mismo que el derecho a jubilarse, al acceso a los programas educativos y de capacitación, a vivir en ambientes seguros y en su propio hogar, a seguir integrados a la sociedad y a ser escuchados.

De igual forma tienen derecho a disfrutar de niveles apropiados de atención en instituciones que les provean protección, rehabilitación y estímulo, en un ambiente humano y seguro.

También tienen el derecho de ser tratados con equidad, cualesquiera que sean su edad, sexo, orígenes raciales o étnicos y a ver valorados independientemente de sus aportaciones económicas. ¿Usted cree? ¿En este país? Y lo peor es que cada vez seremos más viejos.

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*Colaboró para este artículo Karla Patricia Estrada.