La historia de Malala, que comparte el Nobel con el indio Kailash Satyarthi, un militante contra la explotación infantil, fascina en Occidente mucho más que en su propio país, donde su imagen no suscita tanta unanimidad.
Hace algo más de dos años, el 9 de octubre de 2012, varios islamistas irrumpieron en el autobús escolar en el que volvía a su casa después de las clases en Mingora (en el valle de Swat, norte) y uno de ellos preguntó: ¿Quién es Malala? Luego le disparó un balazo a quemarropa en la cabeza. Increíblemente, el proyectil no acabó con su vida.
En estado de coma, Malala fue evacuada a un hospital en Birmingham, en el Reino Unido, donde recuperó el conocimiento seis días después. Había nacido la leyenda Malala.
"Estaba aterrorizada. Lo único que sabía era que Alá me había bendecido al concederme una nueva vida", cuenta la adolescente en su autobiografía, "Yo, Malala", un best-seller internacional que tuvo una acogida discreta en su Pakistán natal.
La adolescente vive hoy en Birmingham, en el centro de Inglaterra. Desde su marcha de Pakistán, participó en varias conferencias internacionales donde abogó por la paz y la educación de los niños, pidiendo a los dirigentes mundiales que "envíen libros, no armas" a los países pobres. También abogó ante el presidente nigeriano Goodluck Jonathan para que se reuniera con los padres de las adolescentes secuestradas por el grupo islamista Boko Haram.
Ganadora del último premio Sajarov del Parlamento Europeo a la libertad de conciencia, figuraba ya el año pasado entre los favoritos al Nobel de la Paz, ganado finalmente por la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas encargada de supervisar el arsenal sirio.