No se cambia la suerte de un país y se influye decisivamente en la percepción que todo un continente tiene de sí mismo sin estar hecho de una pasta especial. Los ingredientes más relevantes de la del antiguo guerrillero, que se convirtió en 1994 en el primer presidente negro de Sudáfrica después de pasar casi treinta años en prisión, fueron su magnanimidad y su paciente cultura del compromiso. Actitudes decisivas ambas para evitar el baño de sangre que todos presagiaban y hacer en su lugar un país que ha iluminado al resto del África negra. Un país donde, bajo su liderazgo, la mayoría supo esperar pacientemente el momento de asumir el lugar que le correspondía en la historia.
La Sudáfrica que despide a Mandela, sin embargo, se aleja peligrosamente del ejemplo fundacional. De sus herederos políticos han desaparecido el fulgor y la superioridad moral que acompañaron los años en que Mandela, como primer presidente de todos los sudafricanos, se dedicó a reconciliar sin agravios a una nación radicalmente dividida entre blancos y negros. En su lugar, sucesivos presidentes, dirigentes todos de un partido, el Congreso Nacional Africano (ANC), que comenzó como legendario movimiento de liberación, van camino de convertir a la República Sudafricana en un polvorín de destino incierto. Se trate de la trágica ignorancia de Thabo Mbeki, que permitió la muerte de millones de personas por considerar que el sida venía a ser una invención del colonialismo blanco; o de la probada corrupción y autoritarismo de Jacob Zuma, actual jefe del Estado, que presumiblemente logrará repetir mandato en las elecciones del año próximo.
El ANC, dominador absoluto desde las primeras elecciones multirraciales de 1994, al que la mayoría sigue viendo como el partido de Mandela y de la liberación, se ha convertido en un conglomerado de intereses e ideologías del que participan a la vez nuevos ricos, nacionalistas negros, populistas, liberales o sindicatos. Su vocación de partido único, sus luchas internas y su corrupción no difieren ya mucho de otros asentados en la dialéctica de la lucha armada que han protagonizado en África la transición a Gobiernos más o menos —generalmente menos— democráticos.
Casi veinte años después del final del apartheid existe en Sudáfrica por primera vez una clase media negra, e incluso privilegiados en la economía más desarrollada del continente. Pero la educación está en ruinas, el foso entre los que tienen y los que no es de los más acusados del mundo y el desempleo y la violencia crecen en este país de 53 millones, a la vez que la degradación de su crucial industria minera, sacudida por huelgas y enfrentamientos. Los gravísimos problemas sociales y económicos de Sudáfrica requieren un enfoque menos ramplonamente ideológico que el del ANC.
Nelson Mandela, aposentado definitivamente en el mito, se ha despedido quedamente, como vivió, tras devolver la dignidad a Sudáfrica. Corresponde al conjunto de sus compatriotas, no solo a sus supuestos herederos doctrinales, mantener su gigantesco legado e impedir el secuestro del sueño que apadrinó.