“Toltecatl” quiere decir maestro, obrero hábil, artesano, así se autodefinía este pueblo de hábitos pacíficos y gustos refinados, entregado principalmente a la manufacturación de esteras, tapetes y cestería de junco entrelazado, a la agricultura y a las artes, de ahí que su nombre haya quedado como sinónimo de artista. Durante la primera mitad del siglo XI, resalta el rey
Topiltzin Ce Ácatl, también llamado Quetzalcóatl Serpiente Emplumada, ya que siendo él mismo un sacerdote al servicio del antiguo dios, tomó su nombre en señal de reverencia.
Este mismo soberano, Quetzalcóatl, erigió la ciudad de Tollan, cuyo significado es: “Cerca del tule “, ahora conocida como Tula. De Tollan se decía que los muros estaban recubiertos de oro y plata con incrustaciones de plumas y piedras preciosas. Existían calles de urbanización bien trazada, un bullicioso mercado, templos. Los ciudadanos convivían civilizadamente en pulcros barrios con casas de adobe dignamente erigidas, y arriba de una colina enjardinada se encontraban los rígidos atlantes pétreos investidos de equipo bélico. Estas figuras esculpidas por refinados estatuarios representaban a guerreros celestiales protegidos con corazas invencibles. Estos tótems custodiaban la suntuosa riqueza orfebre y cultural que logró acumular aquella erguida etnia autodenominada los tolteca, seres de conocimiento visionario.
Durante su gobierno, el rey Topiltzin Ce Ácatl, autonombrado Quetzalcóatl, adquirió tal prestigio que su fama transcendió fronteras y su dinámica personalidad se fundió con la del antiguo dios del mismo nombre, a quien se le atribuía ser el padre de la agricultura, e inventor del calendario, la astronomía, la música, la literatura y la medicina.
Topiltzin Ce Ácatl Quetzalcóatl substituyó el cruento culto de los sacrificios humanos ofrecidos al dios Tezcatlipoca por la devoción meditativa, pero los antiguos adoradores de Tezcatlipoca despreciaron los rituales renovados por el pacifista gobernante. Las intrigas y rivalidades palaciegas le costaron perder influencia sobre su pueblo. Su injerencia en la política se debilitó y, finalmente, sus oponentes adquirieron la fuerza suficiente para derrocar a Topiltzin Ce Ácatl Quetzalcóatl, quien abdicó voluntariamente para evitar el derramamiento de sangre en inminente guerra civil entre facciones contrarias. Yo, Manuel Peñafiel, al redactar estas líneas, puedo imaginar la desolación causada en Tollan por la forzada renuncia del rey Quetzlacóatl, quien al abandonar la esplendorosa Tula, se llevó consigo la luminosidad de un estadista progresista. Cuando este generoso dirigente abandonó su trono, las desconsoladas mariposas se derribaron voluntariamente de su etéreo vuelo, viendo partir a tan noble personaje, y las flores se desvanecieron en amnésico color. Desde entonces, el maíz nuestro, venerado sustento, quedó desprotegido de la advenediza genética extranjera lucrativa. El monarca Quetzalcóatl peregrinó en tortuosa soledad, llegando hasta la lejana península maya, donde su transcendente paso dejó su efigie llamada Kukulkán. Fueron las rugientes aguas del Golfo de México las que detuvieron el legendario itinerario de Quetzalcóatl. En aquellas playas se embarcó en una balsa tejida por él mismo con ávidas serpientes aliadas, y navegó voluntarioso hacia el Oriente para renovarse con cada amanecer, su áurea fue tan poderosa que aquella luz se incrustó en la estrella del alba. Esto que escribo se deriva de mi visita a Tollan, la antigua residencia de Quetzalcóatl, donde sin duda puedo asegurar que escuché a una robusta parvada de golondrinas pregonando la promesa de aquel soberano, de que algún día retornaría para recuperar su autoridad arrebatada. En la actualidad, al dejar yo de creer en dios alguno, y atribulado por la enlodada, sanguinaria y corrupta ingobernabilidad que sufre mi desollada Patria, desearía yo que retornara Quetzalcóatl para restaurar la dignidad.