Desperté temprano y después de darme un baño preparé mis cosas para ir a la universidad. Eran los últimos semestres de la carrera y tenía que hacer un esfuerzo mayor. Tomé un vaso de leche y un pan muy de carrera.
Había planeado muy bien mi día: ir por Marielena, acudir a la Universidad y de allí regresar al periódico donde
hacía mis pinitos.
Me encaminé a la puerta y sentí un pequeño tirón. El suelo se comenzaba a mover.
-Otro temblor más –pensé, sin darle importancia de momento.
Sin embargo, no era otro más, era algo diferente. Veía las paredes que se movían. Creo que se retorcían, como si alguien tratara de exprimirlas igual que a un trapeador.
Traté de llegar a la puerta, pero el movimiento del edificio me lo impedía, mientras que crujían los muros sin parar. Seguía y seguía.
Dos minutos interminables que movían a la ciudad sin misericordia.
Terminó el terremoto aunque aún quedaba la sensación de que la oscilación continuaba. Tomé el teléfono y marqué a la casa de Marielena sin obtener respuesta. Luego el aparato se murió, como muchas cosas murieron en esta ciudad.
Salí del departamento y me dirigí al automóvil. Volví la cara para ver si no había daños de consideración en mi edificio y enfilé hacia la colonia Roma para saber de Marielena.
La prolongación de la avenida Reforma era un caos. Aún no sabía del colapso del edificio Nuevo León así que estaba cerrado el tránsito por esa zona; luego tuve que dar un enorme rodeo para llegar a la avenida Cuauhtémoc. Otro caos.
Cuando logré llegar a la calle donde vivía Marielena una patrulla, además de los escombros, la cerraban.
Mi estómago se retorció y mi cerebro dejó –creo- de funcionar; hubo un espacio negro, una ausencia durante esos segundos.
-¡Soy periodista! – grité mientras me colaba hacia el centro de esa calle.
No hay nada que ver, sólo escombros. Dos edificios de departamentos se aplastaron como pasteles –comentó el patrullero que impedía el paso a los curiosos.
-Seguro no hay supervivientes –agregó el otro patrullero.
-¿Qué hago? ¿Qué hago? –me preguntaba mientras caminaba de un lado para otro viendo un enorme apilamiento de piedras y cascotes.
-¿Tiene familiares aquí joven? –preguntó uno de los voluntarios de las brigadas que se comenzaban a organizar.
-Mi novia con sus papás –alcancé a medio balbucear.
-Qué pena. No creo que haya nadie vivo. Piso por piso se aplastaron sin dar oportunidad a nadie de protegerse o escapar.
-Habrá que esperar a que lleguen los trascabos para comenzar a remover los escombros –comentó otro voluntario que consiguió de algún lado una cinta roja para delimitar el lugar.
(Continuará)