El poder de los grupos narcotraficantes se ha visto debilitado considerablemente en estos años, pero, tal y como advertían algunos especialistas, las principales facciones criminales se han atrincherado en áreas periféricas y desde ellas siguen controlado la venta de droga en favelas estratégicas enclavadas en los barrios más pudientes. La última erupción de esta violencia ocurrió el martes en una favela enclavada en el corazón turístico de Río.
Las armas de guerra vuelven a diseminarse por los suburbios al tiempo que las Unidades de Policía Pacificadora (UPP) no acaban de cuajar en sus vecindarios, que ven en ellas una versión edulcorada de la Policía Militar, conocida por estar corrompida hasta el tuétano y dar rienda suelta a una truculencia sin límites. Las denuncias de abusos y muertes de civiles que nada tienen que ver con los grupos narcotraficantes se suceden cada semana mientras el Gobierno del Estado de Río apuntala las favelas más conflictivas con más efectivos y operaciones de caza y captura de criminales. El idílico periodo de distensión ha quedado atrás y la ciudad más turística de Brasil parece retornar al tiempo del acoso y derribo al narco cueste lo que cueste.
FACTORES
Dos factores marcan este punto de inflexión y colocan a Brasil en una delicadísima situación: en primer lugar, los habitantes de las favelas, que acumulan no poco resentimiento hacia una sociedad y unos gobernantes que los han tratado tradicionalmente como ciudadanos de segunda, han decidido romper el silencio. Espoleados por los movimientos de protesta que se han extendido por Brasil desde junio del año pasado y amplificados por la presencia masiva de la prensa mundial, los vecinos de los suburbios se manifiestan con más ira, emprendiéndola a pedradas contra las unidades policiales, a las que acusan de violar sus derechos, incendiando vehículos, montando barricadas y cortando calles y avenidas. La mecha ha prendido con fuerza y el martes por la noche el fuego llegó a un barrio cuya seguridad se considera crucial para la organización local de la Copa del Mundo.
Aquí radica el segundo factor: Copacabana, el Río más turístico, bautizado como el Disney carioca, ha entrado en un clima de tensión generado por el repunte de la delincuencia, las operaciones policiales y los zarpazos que desde septiembre del año pasado vuelven a propinar algunas células latentes del Comando Vermelho (CV), una organización de narcos, atrincheradas en los meandros más inaccesibles de la favela Pavão-Pavãozinho.
A 50 días del arranque del Mundial, las autoridades cariocas y brasileñas no imaginaban que imágenes como las del martes darían la vuelta al mundo, arrojando una nueva sombra de duda sobre la capacidad de Brasil para organizar un megaevento sin incidentes. Algunas arterias principales de Copacabana quedaron cortadas al tráfico mientras los comerciantes y los bares aledaños a la favela cerraban sus puertas a media tarde. Las barricadas incendiadas, el corte del suministro eléctrico, el griterío y el estruendo de los intensos tiroteos y de los helicópteros policiales sembraron el pánico, hasta el punto de que dos conocidos hoteles del turístico barrio pidieron a sus huéspedes que no pisaran la calle.