Un día, a principios del siglo XVIII, Johann Conrad Dippel, el residente más notorio del castillo de Frankenstein que,
posiblemente, inspiró a la escritora Mary Shelley, estaba en su laboratorio en Berlín preparando su "elixir de la vida".
El controvertido teólogo, que hasta fue encarcelado por sus creencias, optó por la alquimia y, tras fracasar en sus intentos de convertir metales comunes en preciosos, se dedicó a crear esa "medicina universal" que, según afirmaba, curaba todos los males.
Su "aceite de Dippel", un brebaje cuyo aspecto era semejante al alquitrán líquido con un sabor y olor tan desagradable que durante la Segunda Guerra Mundial fue usado para hacer el agua imbebible y deshidratar al enemigo, era una destilación de cuernos, cuero, marfil y sangre descompuestos a la que le agregaba potasa (carbonato de potasio).
Al mismo tiempo, en el mismo lugar, un creador de colores suizo llamado Johann Jacob Diesbach estaba preparando un lote de laca carmesí, un pigmento rojo hecho con cochinilla, un insecto traído de Latinoamérica, para el cual también necesitaba potasa. Pero no tenía suficiente, así que tomó prestada parte de la de Dippel.
Al día siguiente, lo que encontraron en el laboratorio, sorpresivamente, era azul, en vez del rojo esperado.