Entre su legado se hallan más de 70 coreografías que incluyen las que hizo para las óperas La traviata,
para el National Arts Center de Ottawa; y Moctezuma, para la Compañía de Ópera de Boston.
Cuando niña, Amalia Hernández anhelaba convertirse en una bailarina de circo a caballo y soñaba con presentarse en el Palacio de Bellas Artes, tal como lo reveló en una entrevista en 1978 en el periódico Excélsior. Desde muy pequeña aprendió a tocar piano y guitarra, además de aprender canto, pintura y, por supuesto, danza.
Esta pasión por la danza, mostrada a muy corta edad, la hizo abandonar la tradición familiar que señalaba que las mujeres debían dedicarse a la docencia; así renunció a la Escuela Normal de Maestros para dedicarse a alcanzar su sueño.
Afortunadamente, encontró respaldo en el seno familiar y su padre, Lamberto Hernández, mandó construir un estudio en su propia casa para que Amalia recibiera clases de diferentes e importantes maestros de danza, como Luis Felipe Obregón, Amado López, Encarnación López, Nelsy Dambre e Hipólito Zybin.
En la década de 1930, luego de regresar de San Antonio, Texas, a donde había viajado para estudiar inglés y ballet, ingresó a la Escuela Nacional de Danza, la cual era dirigida por Nellie Campobello. La primera obra que ejecutó en la Escuela Nacional de Danza fue el ballet simbólico revolucionario 30-30, una pieza de las hermanas Campobello que se presentó en el Palacio de Bellas Artes.
En esa etapa de su vida fue alumna de Ernesto Agüero, Dora Duby, Tessy Marcué y Xenia Zarina. Tras abandonar la escuela y el Ballet de Bellas Artes, Amalia se alejó por un tiempo de la danza debido a sus matrimonios, pero en 1948 se sumó a la Academia de la Danza Mexicana como maestra y coreógrafa y participó en la fundación del Ballet Nacional de México, ambos dirigidos por Guillermina Bravo.
En la década de 1950 se retiró de la Academia Mexicana de la Danza, debido a que su visión no empataba con la impulsada desde el Departamento de Danza del Instituto Nacional de Bellas Artes. De esta manera, Hernández se enfocó en la dirección de compañías independientes; así como en la creación del Ballet Moderno de México, dirigido por la bailarina Waldeen von Falkenstein.
Con este ballet presentó en el Palacio de Bellas Artes la pieza Sones michoacanos, obra que fue acompañada con música popular de Apatzingán y que se convirtió, según consideran muchos, en la pieza inaugural de su obra creativa.
Precisamente esta inquietud por la danza folklórica se vio reflejada en la transformación del repertorio del Ballet Moderno de México tras la salida de Waldeen como su directora.
En 1952 creó el Ballet de México, que comenzó a funcionar con apenas 8 bailarinas, y para 1959, con el apoyo del coreógrafo Felipe Segura, se transformó en el Ballet Folklórico de México, que vio la luz debido a la aceptación que tuvieron sus piezas basadas en la tradición y el folklor.
El reconocimiento comenzó a llegar para dar renombre a su agrupación, principalmente después de su participación en el Festival de las Américas en Chicago, donde recibió un reconocimiento del público. Fue así como el entonces director del INBA, Celestino Gorostiza, invitó al Ballet Folklórico de México a presentarse en el Palacio de Bellas Artes cada domingo, un hecho que se convertiría en una tradición que se conserva hasta el presente.
A principios de la década de 1960 el Ballet Folklórico de México se consolidó de manera internacional al participar en el Festival del Teatro de las Naciones de París y llevarse el galardón del primer lugar. El renombre alcanzado alrededor del mundo le permitió seguir creciendo hasta convertirse, de acuerdo con Margarita Tortajada Quiroz, en un símbolo de lo mexicano.
“Logró marcar una de las tendencias más representativas de la danza mexicana en la segunda mitad del siglo XX y ser punto de partida de muchos artistas, incluso para negarla. Llegó a convertirse en un símbolo de “mexicanidad” a través de su obra más importante: el Ballet Folklórico de México, conocido mundialmente y utilizado como imagen del país, dentro y fuera de éste”, señala Tortajada, investigadora y doctora en ciencias sociales por la Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco.
Los alcances del trabajo coreográfico de Amalia Hernández no se quedaron en el Ballet Folklórico de México y su escuela que fundó hacia finales de 1960, pues de manera paralela continuó trabajando con compañías que buscaban dar a conocer nuevas propuestas dancísticas provenientes de México y otras partes del mundo. Bajo esta idea fueron creados el Ballet de los Cinco Continentes, que aglomeraba coreógrafos del mundo, y el Ballet de las Américas, que contaba obras creadas por bailarines con danzas recopiladas de la región.
Su compromiso con el arte se vio reflejado en acciones como la que emprendió en la década de los 70, cuando creó un proyecto para apoyar a artistas de diversas disciplinas; y dio becas a bailarines y coreógrafos mexicanos para que estudiaran en Estados Unidos. Asimismo, el Ballet Folklórico de México fue testigo de la gestación de diversos grupos de danza experimental que buscaban presentar nuevas propuestas de danza mexicana.
Entre su legado se hallan más de 70 coreografías que incluyen las que hizo para las óperas La traviata, para el National Arts Center de Ottawa; y Moctezuma, para la Compañía de Ópera de Boston, así como otras piezas que dejó inconclusas.
Amalia Hernández falleció el 4 de noviembre de 2000; pero no con ella su nombre y el trabajo sólido que realizó a favor de la cultura en México, pues se ha convertido en un sinónimo de la danza folklórica en nuestro país; además, ocupa un lugar importante en la danza a nivel internacional, pues es un referente de las expresiones culturales que acontecen en México.