Las castas fueron sin duda uno de los métodos de control de la sociedad novohispana y
representaron un intento por limitar el poder de los criollos; sin embargo, fueron excedidas por la realidad.
Cuatro personajes protagonizan la pintura, todos con rostros preciosos y poses que buscan reflejar la cotidianidad. En su conjunto, los elementos de la pintura emiten un mensaje de armonía y se presentan como una bella estampa de la vida hogareña: Un hombre barbado sujeta las riendas de un burro que en su espalda lleva a un niño, que a su vez sujeta una vara con la que parece golpear al animal de carga; frente a ellos una mujer porta un vestido amarillo y en su espalda lleva a un niño en un rebozo raído que deja entrever la desnudez del infante.
La pintura es atribuida a Miguel Cabrera, uno de los pintores novohispanos más reconocidos del siglo XVIII; entre sus obras más destacadas se encuentran Retrato de Sor Juana Inés de la Cruz, El martirio de San Sebastián, Virgen del Apocalipsis y La Divina Pastora. Sin embargo, además de sus pinturas con imágenes y alegorías religiosas, Miguel Cabrera es autor de una serie importante de cuadros de castas, a la cual pertenece la imagen descrita que lleva por nombre “De mestizo y de india; coyote”.
El auge de los cuadros de castas data del siglo XVIII y su desaparición se proyecta aproximadamente hacia el siglo XIX con los procesos de independización. De acuerdo con Efraín Castro Morales, estas obras tienen como común denominador la presencia de una pareja (hombre y mujer, cada uno perteneciente a un supuesto grupo racial diferente) acompañada de su hijo con textos que hacen alusión a la designación que recibían dentro del sistema de castas. Algunas de estas pinturas variaban en su contenido dependiendo la serie a la que pertenecían y podían representar oficios, indumentaria, paisajes, flora, fauna y objetos que daban a las obras un carácter realista; incluso, en algunas series las parejas son retratadas en medio de una disputa y el infante es representado asustado o llorando[1].
Algunos pintores de este género son Manuel Arellano, Juan Rodríguez Juárez, Andrés de Islas, Ignacio Barreda, José de Páez, José Joaquín Magón, Francisco Antonio Vallejo, entre otros. Los autores dan particularidades a cada uno de sus cuadros; sin embargo, en todos podría coincidir el uso de imaginarios, escenas o formas europeas para representar a los personajes indios o de otras castas. Tal es el ejemplo de la obra Diseño de india chichimeca, de Manuel Arellano, en la que la figura de la mujer indígena no se diferencia de las representaciones de una virgen europea, a excepción de su color de piel y elementos que intentan aludir a América, como las plumas en su tocado, el paisaje y el ave posada en su brazo.
Asimismo, no existe coincidencia en las numerosas denominaciones de las mezclas representadas. Algunos de los términos para designar los “productos” de las mezclas son castizo, mestizo y mulato; así como otros cuyas combinaciones son más complejas: albino, chino, torna atrás, lobo, morisco, grifo, cambujo, albarazado, cuarterón, barcino, coyote, chamiso, gíbaro, zambaigo, calpamulato, tente en el aire, no te entiendo y ahí te estás. Según explica Castro, el origen de estos términos proviene en su mayoría de los utilizados para designar a animales de ganadería[2].
Los cuadros de castas son el resultado de la preocupación de los borbones españoles por el orden y la raza en medio de una realidad social que ya no cabía en las dicotomías blanco-negro y europeo-indio. Sin embargo, como indica el historiador William Taylor, lejos de representar una celebración de la multiculturalidad y de ser un precedente de las ideas de exaltación nacionalista del mestizaje, las pinturas de castas “colocaban a la gente en su espacio racial imponiendo un orden en una mezcla no sancionada, que había salpicado más allá de los límites legales”[3].
Para algunos autores, estos cuadros, más allá de un catálogo que reflejaba una realidad existente, podrían representar los esfuerzos por hacer que el sistema de castas fuera más funcional[4] o bien para construir un discurso de poder y control en torno a los sujetos que estaban involucrados en el mestizaje[5]. Además, las series de castas muestran en las mezclas un proceso de blanqueamiento tanto racial como cultural de los individuos implicados.
“La administración colonial necesitaba dejar claro que, a pesar de su diversidad, la sociedad novohispana estaba perfectamente regulada gracias a un estricto sistema de castas. En particular en un contexto en el que, a los ojos de muchos europeos, España representaba un contraejemplo en el manejo del mestizaje”, señala Sofía Navarro en su texto La pintura de castas más allá del afán clasificatorio: La serie de castas de Miguel Cabrera.
Además, agrega: “Lo que estaba en juego entonces era demostrar que, si bien el mestizaje era una realidad, la sociedad novohispana no había degenerado: los productos de las mezclas tenían nombre («lobo», «chino cambujo», «albarazado»), un lugar perfectamente identificado en la escala social, al igual que un oficio que les correspondía. La pintura de castas constituía así un medio eficaz para fijar el sistema de castas en un imaginario visual que resultara claro y convincente”.
Los cuadros de castas siempre eran realizados por encargo y su finalidad era ser exhibidos en otros países. Entre quienes solicitaban este tipo de obras se encontraban altos funcionarios del virreinato e integrantes de altas jerarquías de la Iglesia novohispana que eran simpatizantes de las reformas borbónicas, tal como lo apunta la conservadora de arte e historiadora Ilona Katzew[6].
Algunos autores apuntan que la mayoría de las castas retratadas jamás fueron practicadas y que más bien se trata de clasificaciones que proyectaban a los indígenas de manera exótica y alejada de la realidad social, pues como indica Taylor, “algunas nominaciones de castas intermedias deben haber satisfecho más a un orden imaginado que funcional”[7], pues la sociedad de la Nueva España estaba complejamente intrincada en diversos sistemas de estratificación social que no se reducían a lo que actualmente comprendemos como raza, sino que incluían la clase económica, los lazos de parentesco, el lugar de residencia, el género y la etnia.
Existía una distancia entre lo que parecía ser la perfecta clasificación y la realidad social, tal como lo explica Patrick J. Carroll en su ensayo “El debate académico sobre los significados de raza y clase en el México del siglo XVIII” a través de diversos casos que dejan ver la dificultad para llevar a la práctica este tipo de clasificaciones y cómo éstas entraban en oposición o tensión con las diferencias en el proceso de construcción identitaria indígena. Por ejemplo, el caso de Francisco y María, quienes contrajeron matrimonio en la catedral de San Pedro de Cholula en 1750 y, pese a que ambos, originarios de San Jerónimo, dijeron ser “indios”, el sacerdote clasificó a María como “coyote” en el registro matrimonial[8].
La dificultad de llevar a la práctica estas clasificaciones y la imposibilidad del registro de las castas, que involucraba un conocimiento muy profundo, tenía que ver con que la realidad no era tan rígida como lo planteaban las categorías del sistema de castas reflejadas en las pinturas, sino que, por el contrario, diversos elementos intervenían en la construcción de identidades y en la estratificación social. Las castas fueron sin duda uno de los métodos de control de la sociedad novohispana; pues, como señala María Elisa Velázquez, la intensificación del sistema de castas representó un intento por limitar el poder de los criollos; sin embargo, fueron excedidas por la realidad que se desbordaba más allá de los límites de la idea de la pureza de la sangre, pero no por ello trascendidas, pues el México contemporáneo, sus diferencias y abismales desigualdades, mantiene aún las herencias racistas del México virreinal.