Terminó el gran cenáculo anual que permitió la convivencia con los colegas a quienes vimos con ojos de afecto. Todas y todos jóvenes, todas guapas y todos guapos.
La presencia de la familia, de amigos y colegas obliga a marcar un futuro, anhelando engañar al tiempo y a la muerte hasta
donde se pueda.
Fue doble la satisfacción personal: la del reconocimiento por parte del Club Primera Plana a mi trayectoria periodística de décadas en esta profesión y el Premio Nacional “México” de Periodismo, otorgado por la Federación de Asociaciones de Periodistas Mexicanos.
Las dos fiestas –en diferente día y espacio- me han permitido recapacitar en ese gran rompecabezas llamado vida donde cada uno de nuestros actos han sido piezas que, las más de las veces, se acomodan solas, y en otras, debimos darles un pequeño empujón para que encajen donde debían estar; pero, al final, todas formarán parte de nuestra existencia, aquella que es como un concierto en el que en todo momento de la partitura cada instrumento se va a ir integrando a esa gran sinfónica existencial.
Bajo la batuta del Gran Director habrá movimientos tan fuertes como “La tormenta”, de Rimsky Korsakov, o “La tempestad” de Beethoven. Y por qué no, en algún momento disfrutaré de los sonidos de la lluvia que cae a través de las goteras sobre viejas vasijas de peltre o las que escurren del tejado. El segundo movimiento de la 7ª Sinfonía de Beethoven me llevará a momentos de reflexión. Habrá acordes de mucha suavidad como los del “Moldavia”, de Smetana; en otras, “El nacimiento”, de Mercedes Sosa me recordará el inicio de la vida. El año lo veremos en un transcurrir de sus “Cuatro estaciones” (las de Vivaldi, claro, ninguna del Metro) de las que deberemos sacar lo mejor. Podremos escuchar “Una noche en la árida montaña” de Mussorgsky y de seguro no escaparemos –en su momento- a la “Danza macabra”, de Camile Saint-Saëns.
Al final, como lo debiéramos innovar al término de cada ciclo, hacer el balance de los momentos ya vividos, con altas y bajas, con triunfos y fracasos, en la suavidad de la arena o el pedregal de la montaña; podríamos encontrarnos, nuevamente, con movimientos discordantes; pero, también, en nuestro transcurrir a bordo de esta pequeña nave azul que es la Tierra, se nos presentarán movimientos sinfónicos coherentes con nuestra familia, con nuestros amigos, con los que queremos y con los que nos quieren.
Sinfonías con lenguaje, con preludio total y sin concesiones; rapsodias de pensamientos que nos lleven a un mañana mejor -sin olvidar el presente, que en él vivimos-. Cerrar los ojos e imaginar la vieja cinta magnética que gira en la consola de sonido y escuchar los acordes felices que hemos disfrutado. Que lo positivo del pasado nos dé la esperanza para un concierto armónico, un himno a la vida.