MADRID. La escritora mexicana Elena Poniatowska agradeció hoy Premio Cervantes con un discurso de marcado carácter social en el que tenía muy presente a los perdedores de América Latina y a esos millones de pobres cuyo silencio “es también un silencio de siglos de olvido y de marginación“.
A sus 82 años (los cumplirá en mayo), Poniatowska se consideraba “una Sancho Panza femenina“, una escritora que “no puede hablar de molinos, porque ya no los hay, y en cambio lo hace de los andariegos comunes y corrientes que cargan su bolsa del mandado, su pico o su pala, duermen a la buena ventura y confían en una cronista impulsiva que retiene lo que le cuentan”.
“Niños, mujeres, ancianos, presos, dolientes y estudiantes caminan al lado de esta reportera que busca, como lo pedía María Zambrano, ‘ir más allá de la propia vida, estar en las otras vidas’”, decía Poniatowska.
La galardonada estaba rodeada de sus tres hijos y de siete nietos, y vestida con el traje “rojo chillón y amarillo” que le regalaron las mujeres de Juchitán (Oaxaca, México), para que se lo pusiera en las ocasiones solemnes. Y la de hoy lo era.
Un discurso reivindicativo y crítico con el poder, con los que no ayudan a los más desfavorecidos, que la llamada “princesa roja” (es hija del príncipe Jean E. Poniatowski) ha pronunciado en presencia de los Reyes de España; del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy; del ministro de Educación, Cultura y Deportes, José Ignacio Wert; y del presidente de la Comunidad de Madrid, Ignacio González, entre otras autoridades.
Y en una época como la actual, en la que el poder financiero “manda no sólo en México sino en el mundo”, la escritora reconocía que los que se enfrentan a ese poder y “lo resisten, montados en Rocinante y seguidos por Sancho Panza, son cada vez menos”, pero a ella le “enorgullece caminar al lado de los ilusos, los destartalados, los candorosos”.
Fue un discurso con pocas referencias a Cervantes, aunque, como ella ha contado estos días, el primer borrador que hizo sí hablaba del Quijote y de las mujeres del genial escritor, pero le salió “horripilante de la patada” y decidió cambiarlo.
Apenas mencionaba de pasada a mujeres de Cervantes como Teresa Panza, Dulcinea del Toboso, Maritornes y la princesa Micomicona, pero sí hablaba de las tres escritoras que han ganado el Premio Cervantes antes que ella. Tres, frente a treinta y cinco hombres.
La española María Zambrano fue la primera en recibirlo en 1988. Cuatro años más tarde lo ganaría la cubana Dulce María Loynaz, y en 2010 la novelista española Ana María Matute.
Sus referencias a México, el país en el que vive desde los diez años y al que ha dedicado su obra, eran constantes en su intervención, en la que quedaba patente la gran humanidad de esta mujer menuda y de cara agradable, que siempre se ha sentido muy cerca de los más desfavorecidos.
La figura de sor Juana Inés de la Cruz, la gran escritora mexicana del XVII que “supo desde el primer momento que la única batalla que vale la pena es la del conocimiento”, también era reivindicada por Poniatowska, al igual que hacía con Jesusa Palancares, la protagonista de su novela “Hasta no verte, Jesús mío”.
En medio de ese tono reivindicativo, Poniatowska citaba a la mexicana Rosario Ibarra de Piedra, que en los años setenta “se levantó en contra de una nueva forma de tortura, la desaparición de personas”, como luego lo harían en Argentina las Madres de Plaza de Mayo con su pañuelo blanco en la cabeza por cada hijo desaparecido. “Vivos los llevaron, vivos los queremos”.
No faltaban en el discurso las referencias a Octavio Paz y a José Emilio Pacheco.
Muchos mexicanos “se ningunean”, y Poniatowska lo comprobó durante el terremoto de 1985, cuando “jóvenes punk” se pasaron la noche entera sacando escombros.
A las cinco de la mañana, cuando ya se iban, la escritora les preguntó por su nombre y uno de ellos le respondió: “‘Pues póngame nomás Juan’, no sólo porque no quería singularizarse o temiera el rechazo sino porque, al igual que millones de pobres, su silencio es también un silencio de siglos de olvido y de marginación”.
Tras vivir sus primeros diez años en París, Poniatowska llegó en 1942 a México en el Marqués de Comillas, el barco con el que Gilberto Bosques “salvó la vida de tantos republicanos (españoles) que se refugiaron en México”.
“Las certezas de Francia y su afán por tener siempre la razón palidecieron al lado de la humildad de los mexicanos más pobres”, decía la escritora antes de recordar que aprendió el español “en la calle, con los gritos de los pregoneros y con unas rondas que siempre se referían a la muerte”:
“Cuchito, cuchito/ mató a su mujer/ con un cuchillito/ del tamaño de él./ Le sacó las tripas/ y las fue a vender./ -¡Mercarán tripitas/ de mala mujer!”
“Todavía hoy se mercan las tripas femeninas”, decía Poniatowska, que también mencionaba a las dos mujeres que el pasado día 13 “fueron asesinadas de varios tiros en la cabeza en Ciudad Juárez, una de 15 años y otra de 20, embarazada. El cuerpo de la primera fue encontrado en un basurero”.
El idioma fue “la llave” para entrar en ese “enorme país temible y secreto llamado México”, y en el mundo indio.
“¿Cómo iba yo a transitar de la palabra ‘París’ a la palabra ‘Parangaricutirimicuaro‘? Me gustó poder pronunciar ‘Xochitlquetzal’, ‘Nezahualcoyótl’ o ‘Cuauhtémoc’ y me pregunté si los conquistadores se habían dado cuenta quiénes eran sus conquistados”, advertía la escritora con su hermoso acento mexicano.
Y la llave para “abrir a México” se la dieron “los mexicanos que andan en la calle”, personajes como el cartero, el afilador de cuchillos o el vendedor de camotes, “semejantes a los que don Quijote y su fiel escudero encuentran en su camino”.
México es un país de paso para centenares de miles de latinoamericanos que intentan llegar a Estados Unidos, y Poniatowska se preguntaba hoy si “esa gran masa” sabe “en qué grado depende de los Estados Unidos”.
“Creo más bien que su grito es un grito de guerra y es avasallador, es un grito cuya primera batalla literaria ha sido ganada por los chicanos”, afirmaba la escritora y periodista.