Necesitamos avivar el lenguaje de la consideración y del respeto. Tenemos la obligación de hacerlo, de despojarnos de toda amargura para tomar otros modales más armónicos, que son los que verdaderamente nos acrecientan el diálogo, a fin de poder convivir en esa diversidad globalizada. Desde luego, no es fácil vivir en grupo sino aceptamos esa pluralidad de culturas, de sentimientos o lenguajes, y al hacerlo
hemos de tener además una idea clara, que respetándonos frenaremos todas las maldades que este mundo aglutina, máxime cuando los líderes de algunos países han perdido la sensatez y gobiernan a su antojo. Dicho lo cual, convendría tomar lección de nuestro pasado, al menos para asegurarnos el porvenir como especie pensante. Deberíamos, a renglón seguido, hacer examen de conciencia cada cual consigo mismo, también esas personas acaudaladas, que además de tener acceso a todas las desgravaciones, se les suele perdonar todo. Pienso, en consecuencia, que ha llegado el momento de ser más ecuánimes. No podemos seguir el camino irresponsable del desacato hacia una vida según el caudal atesorado, puesto que todas son exclusivas, imprescindibles e importantes.
Pensemos que todos nos merecemos el mismo tributo, el de la estima. Por eso, causa verdadera tristeza que los jóvenes hoy en día sean unos déspotas, contradiciendo a sus progenitores desconsideradamente, faltando al respeto a sus educadores, dilapidando todo lo que hallan en el camino. Somos una generación que desprecia, descarta o ignora, todo aquello que no sirve o produce, como pueden ser nuestros propios abuelos. Olvidamos que son una riqueza de vivencias, y por ende, de sabiduría. Ojalá aprendamos a rectificar de nuestros errores, porque hasta el mismo impulso democrático no es nada, sino se basa en la deferencia del individuo como ser racional. Hoy sabemos que, en las economías avanzadas, las personas viven más, sobre todo si tienen más estudios o más recursos. Por consiguiente, una redistribución del gasto en educación o salud de los sectores acaudalados a los sectores pobres, aumentaría la esperanza de vida en el mundo, lo que conllevaría aparte de un afecto hacia nuestros análogos, sería también un gran paso para empezar a construir otro mundo con menos desigualdades y más habitable.
Entre los ciudadanos, como entre las naciones, la mente tolerante ha de ser el abecedario a utilizar permanentemente. Si en verdad queremos un planeta unido hacen falta alianzas auténticas, solidarias y responsables, implementadas por el Estado de Derecho. No hay otra opción. Ya está bien de tanta desconsideración hacia la vida humana. En este sentido, nos injerta cierta esperanza, saber que entre las muchas áreas de trabajo de Naciones Unidas están: el fortalecimiento de estrategias antiterroristas, la coalición con la Unión Africana, la desnuclearización de la península coreana, el pacto mundial de migración, la situación en países de Medio Oriente, reforzar las operaciones de mantenimiento de la paz y superar la contradicción entre el respeto a los derechos humanos y la soberanía nacional. Causa verdadero pavor, realmente, la escalada de hostilidades que sufre buena parte del mundo con un impacto devastador. Respetémonos y, al menos, consideremos el derecho internacional. Hay que detener la violencia como sea y permitir que las organizaciones humanitarias puedan ayudar a las personas necesitadas.
Por eso, por tantas vidas truncadas, pido a todo el mundo sometimiento y trabajar por la justicia, esa que defiende toda existencia sin condicionantes, esa que abraza la verdad sin fisuras e ilustra el intelecto, suavizando actitudes y promoviendo concordias, que la vida se hizo para vivirla y disfrutarla, no para malgastarla o destruirla. Dejemos de ser nuestro peor enemigo. En otro tiempo, ya el obrero tenía más necesidad de respeto que de pan, como expresó el filósofo y economista alemán Karl Marx (1818-1883). Hoy continuamos, en el mismo despropósito del tajo: la ausencia de salarios dignos es la mayor injusticia que padecemos para que pueda realizarse todo ser humano. Lo mismo sucede con la máxima de vive y deja vivir, fundamento de cualquier otro derecho, incluidos los de la libertad. Confiemos, pues, en regresar a ese equilibrio natural, por el que el cuerpo y el espíritu coexisten en buena armonía, para experimentar la respetabilidad hacia toda criatura, empezando por nosotros mismos.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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17 de enero de 2018.-