La tierra es cada vez más todos y de nadie. No tiene sentido levantar muros o privar de libertad a los migrantes, pues su situación no es irregular, sino de necesidad en la mayoría de las veces. Por tanto, la detención para controlar ese mundo que transita
de acá para allá ha de ser el último recurso y los países deben priorizar alternativas que favorezcan el encuentro. Estamos llamados a entendernos y a no confundir términos, puesto que todos caminamos por la vida, y nos merecemos dignificarnos y tomar conciencia de que el hogar es un indiviso planetario en el que nadie puede quedar excluido. No hay otro horizonte que el de la unión. En consecuencia, es vital la renuncia a este mundo de esclavos y sentirse emancipado para dignificarse como ciudadano y huir de las enormes injusticias que nos acorralan. Ya está bien de sentirnos perseguidos por ese universo de privilegiados que se creen dueños y señores del planeta. No hacen falta gentes de poder, sino servidores que no avasallen. Tampoco son precisos instrumentos de destrucción ciudadana, sino enseres autónomos dispuestos a restaurar la aceptación entre mortales. De nada sirve ese mundo intelectual, insensible, que no es capaz de ir al encuentro de los débiles. Urge, por ende, un cambio de mentalidad, que no es otro que salir de nosotros y activar el corazón, para poder recoger, acoger y reconocer a nuestros análogos, pues somos comunidad y no está bien sentirse solo y aislado.
No me gusta este mundo que aparta, desune, confina y clausura. Cualquiera de nosotros podemos ser víctima de esta deshumanización sin precedentes. Los migrantes nunca deben ser considerados criminales. De igual modo, las personas indigentes no se merecen nuestra indiferencia. No estamos aquí para alejarnos, sino para reencontrarnos unos con otros, para injertarnos aliento y sustento, con toda sencillez y humildad. Me niego a concebir este círculo de soledad generado, en parte, por el pedestal de los acaudalados. Nuestro objetivo ha de ser muy distinto al de aquellos que atesoran pertenencias como objetivo de vida, debe ser de desprendimiento, de mano tendida, de consideración y afecto hacia los que menos tienen. Esto es fácil escribirlo. Lo sé. Nos han visionado y adoctrinado hacia una vida que excluye y esto, indudablemente, cuesta superarlo. Olvidamos que en esta vida todo es nuestro, y esto implica preocupación por los semejantes a nosotros y responsabilidad común de compartir. Al fin y al cabo, lo significativo es vivir con lo esencial, dejándose acariciar por esa mirada triste que tiene tras de sí su propia historia. En efecto, lo transcendental no es duplicar los gastos en defensa, sino la de adherirse a otra misión más de rectitud y clemencia, de comprensión y hermanamiento. Por otra parte, nadie me negará que seamos una generación que hablamos de paz continuamente; sin embargo, traficamos con armas como nunca, y hacemos el mayor negocio con ellas. Son estas incongruencias, precisamente, las que tenemos que cambiar. Con razón, el colmo de todas las maldades germina de la hipocresía.
Naturalmente, somos fanáticos de ese mundo fingidor que es el que deberíamos rescatar, más pronto que tarde. Por desgracia, nos hemos acostumbrado a decir una cosa, pero a hacer otra muy distinta. Y esto lo digo sin el menor asomo de revancha. Nos gobiernan las actitudes cínicas que todo lo contaminan y corrompen. La corrupción nos demuele como habitantes de bien. Además, andamos saciados de proclamas de los derechos humanos, pero tienen bien poca consideración para aquellos líderes que los pisotean a diario, que cierran las puertas fronterizas sin solidaridad internacional alguna. Predicamos de los jóvenes y de nuestro propio futuro y hacemos nada por enfrentarnos a las desigualdades en el mercado laboral. Es cierto que la educación y la formación son cruciales para conseguir un puesto de trabajo decente, pero luego los sistemas existentes no responden a las necesidades de aprendizaje de una gran cantidad de chavales. Efectivamente, lluvia de falsedades es lo que prolifera. Lo auténtico lo hemos desvirtuado y nada es lo que parece. Esto es una desgracia, como lo es la ausencia de libertades. Las personas requieren como primer valor, volar y poder pensar, hablar sin doblez. Únicamente de este modo podremos conciliar posturas, aproximar entendimiento, conjugar emociones y reconducir simpatías. Por eso, los mejores líderes del mundo son: el poético decir (la verdad siempre), el poético donar (siempre el amor) y el poético dirimir (armonizar siempre). Quizás, entonces, el cielo esté en nosotros.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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