En las épocas en las que solía asistir a la escuela primaria, vagamente recuerdo que existía una gran exaltación hacia los símbolos, imágenes e investiduras del Estado. Cada lunes habían honores a la bandera; cantábamos el himno nacional y trataban de inculcarnos –aunque no lo lograron muy bien– el respeto a las autoridades y a
quienes nos representaban en el gobierno. Así, había una reverencia –eso sí– exagerada y desmedida hacia la imagen presidencial pues, en aquellos tiempos representaba el vértice de un sistema político que, hace no mucho, cambió para no volver a ser igual.
Hoy la imagen presidencial está seriamente deteriorada. Desde el año 2000, con la alternancia en el poder, el monolito inalcanzable e intocable que fue el Presidente de la República, dejó de serlo. Empezó a ser motivo de burla y mofa en las pantallas de televisión; ya ni se diga en la radio, cine y teatro, sin que nadie se espantara ni se sintiera algún tipo de sanción por parte de autoridad alguna. Se le retiró el manto de “deidad” que tuvo durante los regímenes revolucionarios, para transformarlo en un servidor público con mucha notoriedad, demasiada exposición y poco margen de error.
La imagen presidencial, en menos de diez años, ha pasado de autoridad máxima a mofa reiterada. Antes era un honor con el que muchos hemos –y seguimos– soñado en desempeñar y hoy, desgraciadamente, es un cargo público que es irrespetado, inconsiderado, vilipendiado y despreciado.
Culpar de ello a la democracia no sólo sería irresponsable sino incorrecto, ya que ello se debe a la notoria ineficiencia, ineficacia, incompetencia e impopularidad de quienes han ostentado un cargo de tan alta relevancia e importancia para los destinos de todos los mexicanos.
Así, la imagen de quienes han ostentado la banda presidencial ha venido en declive y, con ello, la investidura presidencial de cuya fortaleza dependen un gran número de instituciones del Estado. Sin anacronismos, la institución presidencial es un pilar importante del Estado Mexicano y debe ser de interés nacional el preservar su fortaleza, pues de ella depende –en mucho– la estabilidad nacional. Ciertamente es responsabilidad de quienes ostentan el cargo el preservar íntegra su investidura, cosa que –en los últimos tiempos– no han logrado. Todo ello a consecuencia, no sólo del desgaste propio del ejercicio del poder, sino de los excesos y abusos que, tanto ellos como sus familiares y colaboradores, han sido parte.
Así, mientras en México se sigan debilitando a sus instituciones, estaremos al borde del desencanto y, con ello, de la ingobernabilidad e inestabilidad. Hagamos votos porque pronto retomemos el camino de las instituciones y se fortalezcan las instituciones del Estado Mexicano, por el bien de todos y de las generaciones venideras.
@AndresAguileraM