El concepto romántico de democracia ha venido cayendo en desilusión. La representación o mandato popular se ha transformando en un mecanismo para la creación y permanencia de oligarquías legitimadas por la vía del sufragio. Pareciera que la participación activa de la sociedad en la política quedó sólo en una mera “buena intención”. Ciertamente, en la mayoría de los países, la gente no suele inmiscuirse en
los asuntos de gobierno y Estado; por el contrario, desprecian todo aquello que tenga que ver con la “cosa pública”, pues es un asunto mucho más llevadero y sin la responsabilidad que implican las acciones de gobierno.
En esta lógica, ante la apatía generalizada de la gente, se configura una nueva forma de gobierno, en la que oligarquías disfrazadas de partidos políticos —y en estas épocas hasta de candidatos independientes— pretenden utilizar el voto, como mecanismo legitimante, para mantenerse en los cargos públicos que brindan poder político. Esta nueva forma de gobierno, bien podría definirse como “electocracia”.
Lamentablemente para una mayoría, importante en número, su participación en la democracia se circunscribe únicamente a los procesos electorales y, concretamente, a la jornada de votación. La acción de autodeterminación e independencia de los pueblos queda ceñida, casi en exclusiva, a marcar un logotipo, rostro o nombre en una papeleta. Hasta ahí llegó su participación y, a juicio de muchos, su responsabilidad con cuestiones de gobierno.
Creo —al menos idílicamente— que la democracia, en su más estricta concepción, implica algo más que el sufragio. Las personas debemos asumir la corresponsabilidad que reviste el elegir a las autoridades que nos representan y ejercen el gobierno, pues votamos por nuestros gobernantes, con ello les brindamos nuestro respaldo y esto, necesariamente, trae consigo una corresponsabilidad de la cual no podemos —ni debemos— sustraernos.
Para que la democracia funcione, la gente debe exigir, de forma adecuada y certera, el cumplimiento de los ofrecimientos de campaña; el respeto a las declaraciones de principios de los partidos que los postulan, y el mantenerse en cercanía y presencia con su electorado. Los representantes populares —léanse diputados y senadores— tienen, como responsabilidad primigenia, un mandato; es decir, la representación de un grupo de personas a las que deben informar y rendirles cuentas. Ellos son los facultados para exigirle a las autoridades el cumplimiento irrestricto de sus obligaciones; son el vínculo de sus electores con las autoridades y quienes deben llevar la voz de las personas que habitan comunidades que representan. No son —como pudiera aparentarse— entes distantes que forman parte de una élite inalcanzable. Son servidores públicos, que en el estricto sentido democrático, emergen de las comunidades y se erigen como representantes.
Mientras no superemos la “electocracia”, el desencanto por la democracia crecerá al grado de aceptar a la tiranía como una mejor forma de gobierno.
@AndresAguileraM