Entre más se mueve el entretelón de la política nacional, más queda a la vista la similitud entre los candidatos a la Presidencia de la República. Realmente sus
discursos, dichos, afirmaciones y acusaciones parecieran estar escritos por el mismo guionista y dirigidos por el mismo orquestador. Ninguno de los cinco —incluidos los dos independientes— ha presentado propuestas de gobierno, por el contrario, los discursos tienen la misma estructura: cuando son propuestas, son generales y que se resumen en buenos deseos; en tanto que, si de ataques se trata, los párrafos se extienden, las precisiones se enfatizan y las descalificaciones se acentúan. Todo en un marco de ganar adeptos a modo de pelea callejera, en donde gana quien más golpes y molestias asesta, en tanto que la técnica y la forma de preparación y actuación pasa a segundo término.
Este tipo de política crece en el mundo y, por su puesto, México no podía ser la excepción. El histrionismo de los contendientes sobresale cualquier tipo de política o acción que propongan realizar ostentando el poder. Son las megalomanías las que resaltan y no la forma y contenido de las propuestas de gobierno. En pocas palabras, las elecciones son ganadas, no por el más capaz o el que mejor propuesta traiga, sino por el que se identifique mejor con el humor social predominante en el ambiente social.
No es nuevo, por el contrario, esto ha marcado la política electoral las últimas décadas. La mercadotecnia política, las estrategias de comunicación y los esquemas de manipulación social son las que inciden en el público y en el resultado electoral. Ya sea a través de los medios tradicionales —radio, televisión o cine— o los de nuevo cuño como las redes sociales, el internet y los correos electrónicos, se crean elaboradas estrategias de comunicación para crear percepciones, generar inconformidades, reavivar y atizar enconos fuertemente enraizados en el inconsciente colectivo.
En pocas palabras: son los estrategas de comunicación, los genios de la mercadotecnia, los que marcan la lógica de las campañas; los que maquillan y dan forma e imagen a quienes contienden por los cargos públicos. No es su trayectoria, ni sus credenciales académicas, ni los servicios rendidos al país lo que importan, basta con que un publirrelacionista habilidoso, bien pagado y que cuente con los instrumentos necesarios para difundir su producto, los que harán que una persona ocupe un cargo público.
De este modo los principios, las ideas y las ideologías pasan a segundo término, y son sustituidos por elaborados guiones de actuación, códigos de comportamiento y vestimenta, que hacen que el impacto en la gente sea mayor. Por ello, no es de extrañarse que existan alianzas que sumen a ultraconservadores con ultraliberales; a neoliberales con neoestatistas, y a demócratas con tiranos. Todos caben en el mismo balde, siempre y cuando se sumen en un mismo tablero, acepten las reglas y se ajusten a los escritos elaborados para la ocasión.
Nuevamente —y con profunda tristeza— confirmamos que las ideologías y los principios han muerto y todos, absolutamente todos, pueden medirse con el mismo racero de la ambición por el poder. Triste escenario de un país que —aún y sin tenerlo claro— aspira por un bienestar general y el desarrollo humano.
@AndresAguilera M.