En lo personal tengo la peor impresión de Nicolás Maduro. Lo considero —en el mejor de los casos— como un
dictador megalómano e infame que, por llevar al extremo su fanática visión, ha propiciado las peores de las condiciones de desarrollo y vida de los venezolanos. Varios de ellos, a los que tengo el honor de conocer, salieron de su país por las terribles condiciones que padecen. Hay escasez de productos básicos, no hay posibilidad de desarrollo, el control estatal es desmedido y la economía es un completo desastre. La comunidad internacional, en su mayoría, lo cuestiona por señalamientos de prácticas antidemocráticas y sometimiento de libertades. Vaya, difícilmente alguien podría aplaudir los éxitos que la gestión de Maduro ha tenido al frente del poder ejecutivo venezolano.
Por otro lado, ayer las calles de todas las ciudades de Venezuela fueron testigos de marchas multitudinarias, en la que se aglutinaron miles de venezolanos que le exigían la dimisión del régimen. Al final, el líder parlamentario opositor al régimen, Juan Gerardo Guaidó Márquez, se autoproclamó como Presidente Encargado de Venezuela. Tras este suceso, diversos países, comenzando por los Estados Unidos de Norteamérica, en voz de Donald J. Trump, reconocieron a Guaidó Márquez, al tiempo que desconocieron a Nicolás Maduro que, en el proceso electoral de mayo del 2018, fue reelecto y asumió el cargo, con la protesta de un importante número de naciones, el pasado 10 de enero.
Hoy Venezuela vive momentos políticos y sociales muy álgidos. La población del país se encuentra a la expectativa y en la zozobra, pues existe una profunda división provocada por este proceso. Una parte importante de los venezolanos están en contra sí, pero no podemos perder de vista que otra parte importante de ellos —entre los que se encuentra el Ejército— no lo están y apoyan al régimen de Maduro. De igual manera, pareciera ocurrir en el contexto internacional.
El caso de México es particular. Desde la década de los años veintes del siglo pasado, se instituyó la Doctrina Estrada como piedra angular de la política exterior de México, que se basa especialmente en el respeto a la autodeterminación de los pueblos; la no intervención; la solución pacífica de controversias; la proscripción de la amenaza o el uso de la fuerza en las relaciones internacionales; la igualdad jurídica de los Estados; la cooperación internacional para el desarrollo; el respeto, la protección y promoción de los derechos humanos y la lucha por la paz y la seguridad internacionales. Con base en ello, el gobierno mexicano intentó plasmar estos principios en una desafortunada declaración que —pareciera— apoyar la permanencia del régimen de Maduro. La realidad es que —considero— México debiera mantener una postura diplomática neutra con respecto al régimen interior de la República Venezolana que, por un lado, garantice la normalidad de las relaciones entre los países y, por el otro, pueda ser vigilante del respeto permanente de los derechos humanos de los venezolanos; es decir, mantener los puentes que faciliten y permitan alcanzar acuerdos en beneficio de los venezolanos.
Este conflicto tiene diversas aristas de complejidad que deberán ser atendidas y resueltas por ellos mismos. Sin duda el cauce democrático habrá de imponerse sobre la cerrazón, el autoritarismo y la falta de entendimiento. El Estado Mexicano debe tener la audacia de que su participación, mesurada y atendiendo a los principios constitucionales —sobre todo a la no intervención—, coadyuve a encontrar mecanismos de solución de este conflicto que, a su vez, ayude mejorar la vida de los hermanos venezolanos.
@AndresAguileraM