Durante las últimas semanas, muchos de los analistas políticos más reconocidos del país, han estado terriblemente preocupados por el asunto de la medición de confianza de la democracia en México, realizada por la Corporación Latinobarómetro, en donde precisa, entre otros interesantes datos, que la confianza y apoyo para con la democracia,
ha decrecido considerablemente desde hace más de 12 años, pues en términos del estudio antes referido, la popularidad de la democracia se ha desplomado en nuestro país, ya que el nivel de apoyo es de poco menos de 20 puntos por debajo del promedio regional de 18 países de América Latina.
Dado lo anterior, un número impotente de líderes de opinión, articulistas y analistas políticos han puesto énfasis en este tema, pues consideran que la pérdida de confianza en esta forma de gobierno representa un retroceso considerable en el desarrollo político de nuestro país. Sin embargo –y a pesar de los pesares– el hecho es que la mayoría de nuestros compatriotas están desencantados de la democracia y de los paupérrimos resultados que esta forma de gobierno ha arrojado para el bienestar general, pues a partir de la primera transición, hemos padecido un considerable déficit en la eficiencia y eficacia gubernamentales, principalmente en aspectos inherentes a su propia finalidad: seguridad y justicia en todas sus expresiones.
Sí, efectivamente, desde hace poco más de una década los gobernantes han sido menos eficaces y más temerosos del juicio popular. A tanto llega el temor que, incluso, dejan de actuar y de cumplir con las obligaciones inherentes a los cargos que desempeñan, sin comprender que gobernar no implica mayor número de aplausos, sino hacer lo necesario para garantizarle a la sociedad las mejores condiciones para que se desarrolle, crezca y evolucione.
Gobernar implica, en su mayoría, realizar todo aquello que los individuos y la sociedad no quieren hacer como: generar equilibrios económicos, políticos y sociales; someter a quien infringe la ley y obligarlos a cumplirla, si importar a quién se le aplique, ni a quién se le afecte; cobrar impuestos para obtener fondos para poder operar; combatir a quienes atentan contra la estabilidad de la sociedad, incluso con sus propios métodos; obtener información para la seguridad de todos, aún en contra del más mínimo respeto por el derecho a la privacidad; otorgarle la razón a dos partes en conflicto, cuando ambos afirman tener razón; hacer leyes generales para evitar que el más fuerte avasalle al más débil; decidir el rumbo de una sociedad y establecer una ruta que, seguramente, habrá de molestar a la mayoría, pero que su destino habrá de beneficiar a todos, entre otras cosas.
Mientras nuestros gobernantes sigan ocupando las instituciones públicas en espera de conseguir siempre el aplauso y la aprobación de todos, y en tanto la sociedad siga sin participar ni involucrase activamente en la cosa pública y deje las cuestiones a la mejor decisión de los gobernantes, ni la democracia, ni ninguna otra forma justa de gobierno, encontrará cabida en nuestro país.
@AndresAguileraM