Melómanos y usuarios, verdades y mentiras

Las colecciones de discos. Vaya que son reveladoras. Nada como llegar a una casa ajena para ser recibido por una bien dotada galería de platos. Aceptar un trago y dedicarse a revisar tapas y contratapas, hojear cuadernillos, desdoblar posters, leer letras e indagar quiénes movieron las perillas de las consolas de grabación o montaron algún instrumento musical. Ya sea de rodillas, en cuclillas, acostado, echado en el suelo o en un mullido sillón; repasar colecciones de discos es un deleite porque se trata de un acto que permite descubrir quién es ese sujeto que nos ha abierto las puertas de su morada. Y no hay falla: si uno quiere saber la verdadera personalidad del que tiene enfrente, la mejor y más rápida forma de lograrlo es escudriñando entre sus álbumes.

Pero, ¿qué hay del anfitrión que de pronto permite que cierto huésped manosee sus tesoros sónicos? Porque no cualquiera deja que eso pase, no todos le entregan la llave de su diario al fulano con quien compartieron asiento en el autobús. Quien acepta que le echen un ojo a sus platos se muestra vulnerable, casi como el perro que, chabacano, se echa con la barriga hacia el cielo, a la espera de una tanda de rascadas en el pecho cuando una patada en las costillas es una posibilidad latente. Al momento que se recibe un sí como respuesta ante la pregunta de ¿puedo revisar tus discos?, se puede tener la certeza de haberse ganado un grado de confianza excepcional, la seguridad de haber rebasado una línea que una vez cruzada no permite virajes. Es decir, dejar huellas digitales en los discos lleva a sostener charlas que pueden dirigirse tanto a terrenos infernales como paradisiacos.

Entre melómanos, un encuentro de la clase descrita es cosa seria. Cuántos discos de determinado artista se tienen, de qué forma están acomodados estos y en qué estado se encuentran, cómo son manipulados y qué tan firme es el pulso a la hora de que la aguja pincha el surco o el botón de play es presionado. Todas estas menudencias, aparentemente intrascendentes, arrojan conclusiones que bien podrían anexarse a los garabatos que alojan las libretas de apuntes de los terapeutas. Porque los discos dicen la verdad. Nunca fallan. En ellos se descubre quién se fue, se es o se será.

Así que antes de salir a comer con él, contarle un secreto u ofrecerle un beso, habría que acercarse a la colección de discos del prospecto en cuestión; ése con quien se planea ir más allá del saludo. Porque se corre el riesgo de que éste, en lugar de extender una invitación para visitar su casa, saque el teléfono celular para presumir ufano sus listas de reproducción. Y desgraciadamente para esos casos aún no se establecen protocolos de alerta. Sin alarmas de por medio, hay que estar listos, porque en ésta, la era del streaming, los usuarios –antes llamados melómanos- tienen todo a su favor si de mentir se trata.