Compartiendo diálogos conmigo mismo

algomas

Confesaré que, al romper el alba,

salí al encuentro del sol, con mis lamentos,

mas no divisé horizonte donde abrazarme.

Borracho de mundo, me puse en camino,

y me tropecé con multitud de miradas,

todas ellas desconsoladas en sus tristezas.

Me propuse entonces aprender a donarme

y a compartir, pero me topé con el deseo

de la avaricia, por temor a ser pobre.

Ansíe, con el alma, ser más de la poesía

que del poder, y  me alcanzó la miseria,

de no ver la belleza que aún permanece.

Desde este instante preciso, he puesto oído,

y cuando Dios me nombra, le respondo.

Mi respuesta siempre es la misma,

que camine conmigo a todas horas,

y que no me abandone mientras sea yo.

Su asistencia, tan precisa como trascendente,

es una alianza de sensaciones vivas,

de gozos y alegrías, al sentir que Dios nos ama.

Es hora de regresar, de volver con desvelo

a nuestros interminables paseos interiores,

y de mirar con el corazón, la flor del cielo.

Sólo así entenderemos lo que nos circunda,

y probaremos que la cruz es pan de amor,

viendo a Jesús en ese niño abandonado.

Toquemos la realidad, acerquémonos

a nuestros análogos, tengamos compasión,

más pronto que tarde también la requerimos.

¿Quién no se ha perdido más de una vez,

sumido en el fruto del egoísmo, de amarse

y reamarse asimismo hasta la saciedad?

Por eso, lleno de presencias y de ausencias

me interrogo, y siento a los que se fueron,

mientras me dejo acompañar por los vientos.

Que los aires siempre son necesarios,

al menos para ponernos en acción y poder

limpiar de la faz de la tierra nuestras trompas.

 

Víctor Corcoba Herrero

 

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18 de noviembre de 2017