Todos parecemos huir de algo o de alguien.
Tenemos hambre de consuelo como jamás.
Vuelvan los abrazos para sentirnos amados.
Retorne la verdad para sentirnos francos.
Situemos más alma y menos armas en el yo.
Volvamos al nosotros hasta la eternidad.
Conservemos el propio espíritu poético.
Y, desde esta inmortalidad, alegrémonos
por el gran bien de haber sido ese latido,
que lo es todo en esta nada que nos envuelve.
Pongamos en valor la valía de lo que somos.
Situemos níveos gestos en nuestra gesta.
Apostemos por la caricia permanente.
Asentemos en nosotros la paz de cada día.
Que por muy denso que sea el sudario,
los rayos de la esperanza son mayores,
para rehacernos y renacernos en el camino.
Es hora de abatir los muros del dolor,
pues quien con amor abre su corazón,
con él cierra penurias y el cielo le aguarda.
Si hay algo que he asimilado con el verso,
es que el bien es más penetrante que el mal,
que la bondad es más dulce que el odio,
que la misericordia es deseable siempre,
preferible a la batalla de cualquier justicia,
puesto que si uno transita por esta tierra,
donándose a los demás, los demás le aman.
Avivemos, por tanto, la entrega sin más,
y no pongamos palabras en los hechos,
si acaso una mirada y mil sonrisas con ella.