Las nuevas generaciones deberán tener una visión más universal y comprensiva, mediante el activo de un empuje más auténtico y solidario, si en verdad se quieren combatir las graves e injustas divisiones que puntean hoy el astro. En cualquier caso, la solución no pasa porque los países aglutinen más armas e impongan su fuerza, todo lo contrario, se requiere de otro espíritu más conciliador, lo que exige un mayor esfuerzo de
la tarea educativa, por transmitir valores, que nos hagan mejores personas sobre todo lo demás. Por desgracia, hemos perdido esa capacidad de reprender al que yerra, obviando la rectitud, lo que ha generado en buena parte de los pobladores talantes verdaderamente inhumanos, con violaciones sistemáticas de las leyes humanitarias internacionales.
Ante esta bochornosa y deleznable situación, deberíamos avivar el sentido de la responsabilidad, sobre todo en los líderes, que no pueden ignorar las leyes más innatas, con falsedades continuas, que lo único que hacen es devaluarnos como seres pensantes, o si quieren, como seres con corazón, y no con coraza, como algunos pretenden injertarnos. Es hora, por tanto, de volcarnos en acciones concretas, para devolver a todo individuo la dignidad que conlleva ser un ciudadano libre, que cohabita junto a sus análogos, para acrecentar ese bien y esa bondad fusionada (unida y sumada) que todos nos merecemos porque sí.
Nada somos por sí mismos. Lo sabemos. Luego actuemos, no perdamos más tiempo, hagámoslo con firmeza y humildad. Ahora bien, neguémonos a convivir con realidades destructivas o destructoras. Una vez reconocida esta deshumanización de la especie, tenemos la gran oportunidad de reforzarnos con verdadera clemencia, lo que significa comprometernos en ese acercamiento de cultos y culturas, hasta volver próximo al prójimo, amigo al enemigo, identificándonos con ese aliento desprendido, que se dona sin mirar a quién, ni cómo, simplemente haciéndolo como si fuese algo para sí mismo, que también lo es, siéndolo además para todos al mismo tiempo.
Ya está bien de sembrar horrores, en su lugar plantemos una conciencia de mano tendida siempre. El terror nos mata. Pongamos otra alegría en nuestros labios. Re-humanicémonos. O lo que es lo mismo, esperancémonos. En un orbe tan oprimido y angustiado, desconsolado a más no poder, hacen falta otros entusiasmos de reencuentro con uno mismo para poder sintonizar con el entorno, y sentir que lo armónico es lo que nos da vida en esta misión de caminantes, pues hemos de ser más cooperativistas en la regeneración de moradores y mundos.
Forjémonos humanos, con el ejemplo predicando, para poder ser, en definitiva, un ser humano en plenitud. No hay otra, es principio educacional de convivencia. Únicamente por la labor formativa podemos crecer interiormente, humanizándonos más y mejor. De ahí, la importancia instructiva en la transferencia de modos y maneras de vivir, en autonomía y no presos por las ideologías, para obtener lo mejor de cada cual. En su tiempo, el inolvidable filósofo griego Platón (427 AC-347AC), recordaba, precisamente que, “el objetivo de la educación es la virtud y el deseo de convertirse en un buen ciudadano”. Cuánta verdad en ello, ojalá diésemos culto a su voluntad. Habitaríamos en otro planeta, cuando menos, más ensamblado y fraterno. Y ganaríamos todos, en paz y sosiego, algo de lo que tanto estamos hambrientos en el momento presente.
Sea como fuere, esta permisividad permanente nos está dejando sin moral alguna, lo que contribuye a que cada día se respete menos la vida humana, y por ende, la estabilidad ciudadana. Adyacente a esta crisis de verdad, todo es posible, el mismo sentido humano de la convivencia ha ido decayendo en favor de conveniencias inútiles. No me gusta para nada este terreno de apariencias y de poder sin escrúpulos. En consecuencia, ha llegado el instante preciso para valorar a todo sujeto sin arrogancia alguna. Tenemos que aprender a estimar que el mañana nos pertenece a todos por igual, sin privilegios, sabiendo que una vez enfermada el alma, de nada sirve el cúmulo de conocimientos adquiridos. Quizás, por ello, tengamos que aprender a ver para poder discernir los malos cultivadores, siempre dispuestos a adoctrinar, de los buenos maestros, invariablemente sabios, ya que aprenden hasta cuando enseñan, y también hasta de sus contrarios.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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