No vemos por otros ojos que la economía, y no estaría mal que fuese así, en el caso de que nos sirviera para
hacer un uso más eficiente de los recursos, para corregir desviaciones y referencias egoístas, poniendo de relieve la
importancia de una decente distribución social. Sin embargo, este mundo de intereses y corrupciones impide esa actividad humanística de búsqueda del bien común. Por eso, el gran desafío que tenemos ante nosotros pasa por
cambiar de actitudes, de pensamiento y de comportamientos, lo que nos exige a todos confluir en una mayor
conciencia moral y en una responsabilidad personal y comunitaria, que nos lleve a una actividad económica
verdaderamente humana y justa.
No podemos privilegiar a unos sectores en detrimento de otros. Hoy se requiere una fuerza copartícipe
mundializada, donde todo individuo se sienta responsable de los demás, y cada cual sea honesto consigo mismo.
Eliminar el hambre en el mundo, por tanto, es un objetivo que hemos de alcanzar cuanto antes en esta era de la
globalización, sobre todo para preservar la paz y la subsistencia de la tierra.
La apuesta por una economía plenamente solidaria es un activo indulgente obviamente necesario como expresión auténtica de humanidad y como elemento de importancia fundamental en nuestras propias relaciones
humanas. De ahí que nos entristezca que la pobreza rural en América Latina haya crecido en dos millones de
personas en 2016, el primer aumento en diez años, alerta un reciente informe de la Organización de las Naciones
Unidas para la Alimentación (FAO). Verdaderamente cuesta creer esta reversión histórica, pero lo cierto es que nos estamos olvidando del campo. Es injusto que la renta anual media de un trabajador del sector rural en América Latina en el 2015 era de 363 dólares anuales, menos de la mitad de los 804 que recibían los trabajadores urbanos. Lo mismo
sucede en países avanzados de la Unión Europea, donde la recuperación económica aún está por llegar a todos los
grupos de la sociedad. El crecimiento del salario real se aceleró en 2018, pero se mantiene por debajo del crecimiento
de la productividad y de lo que podría esperarse, dado el mercado laboral positivo y el desempeño económico.
En efecto, el que la desigualdad y la pobreza continúe siendo una realidad, exige otras políticas más
solidarias, que apoyen realmente el crecimiento inclusivo y sostenible más allá de las palabras, puesto que para
recuperarse de las miserias y converger hacen falta acciones concretas, encaminadas a que el significado social de
entrega, acogida y unión, se hagan verdaderamente reales. Lo que no se puede consentir en los tiempos actuales es que aún prosigan y proliferen actividades financieras mal utilizadas y mayoritariamente especulativas. Deberían
imponerse nuevas reglas y encontrar nuevas formas de compromiso universal y fraterno, pues no hay desarrollo si no es integrador con el linaje al completo.
Por desgracia, también expertos de la ONU en Derechos Humanos acaban de asegurar recientemente estar
muy preocupados por los cambios para endurecer las leyes de inmigración en Italia y por el clima de odio y
discriminación en el país. Son estas atmósferas excluyentes y de resentimiento las que nos impiden avanzar por
muchas claves económicas que avivemos, lo cierto es que la humanidad corre nuevos peligros de servidumbre y
manipulación, como en otro tiempo ya fue. Ojalá aprendiéramos a llevar consigo otro corazón más auténtico, más
virtuoso en el respeto del derecho fundamental de cada cultura y de cada persona en particular.
En cualquier caso, si en verdad tuviésemos en los próximos años una economía plenamente solidaria,
ganaríamos todos, en la medida que sabría situarse al servicio de la colectividad, del bien común nacional y mundial, con un amplio significado de espíritu predispuesto y colaborador, poniendo la centralidad en el ser humano. En
ocasiones todavía se nos olvida la protección a los ciudadanos más vulnerables, cuestión que continua siendo crucial,
lo que requiere unidad en el alma de la cooperación internacional. Algo que se da cuando llevamos consigo un crecimiento interior capaz de donarse, para hacer menos pobres a los pobres y a los ricos más solidarios. La mejor
economía, sin duda, tendría un aire conjunto, de hacer familia en la solidaridad con el vínculo de los abecedarios
hermanados.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
21 de noviembre de 2018