“El individuo asciende cuando se deja caer de rodillas”.
No me gustan esas gentes que viven pensando que se bastan por sí mismos, que no les importa crecer en la maldad, con tal de acrecentar sus caudales y endiosarse. Tampoco me satisfacen aquellos miembros de gobiernos o jefes de Estado, incapaces de aglutinar armónicamente, pues es esencial globalizar energías, trabajar ensamblados por el bien común, cooperar para tender puentes de unión. Todo se transforma cada amanecer, nada es lo mismo, pero requiere de nuestra contribución para convertirse en camino y en un andar, tan estético como ético, por el que puedan desarrollarse todos los moradores. De ahí, la importancia de que las personas hagan de cada instante de su vida, una profunda renovación interior, a fin de que, teniendo viva conciencia de la propia responsabilidad ciudadana, acepten dejarse acompañar y, de este modo, poder custodiar en alianza con lo que la propia vida no exige, la de ser constructores de una misión tan universal como es el respeto mutuo, regenerándonos en todo momento hacia esa consideración que todos anhelamos para sí. Ojalá también para los demás.
En verdad, el amor todo lo dulcifica con dulces miradas, lo arropa y comprende, y cada situación es única como también somos exclusivos cada uno de nosotros. Por consiguiente, siguiendo ese ciclo de amor que cada cual lleva consigo, también los crecimientos económicos han de llegar a todos. La celebración reciente del veinticinco aniversario del Acuerdo sobre el Espacio Económico Europeo, en vigor desde 1994, quizás sea un buen recuerdo para subrayar la importancia de la cooperación entre países. Indudablemente, la ciudadanía en su conjunto, con sus políticas al frente a través de sus líderes, ha de pensar más en garantizar la igualdad de oportunidades, en universalizar el acceso al mercado laboral, con unas condiciones de trabajo más justas y protectoras, que no excluyan a nadie y que conlleven ascender humanamente para poder afrontar la vida en libertad, reconociendo que todos los pensamientos nacen de esa incondicional pasión por amar, querencia que nunca se irrita y jamás se venga.
Sea como fuere, hay mucha gente hambrienta de auténticos sentimientos, que ha perdido hasta la devoción inherente, su dignidad humana. Precisan sentir nuestro aliento a su vera, que estamos a su lado, respirando con ellos las penurias que nos hemos reinventados los humanos. Pongámonos a reparar tantas entretelas heladas, tanta multitud empedrada de vicios. Con frecuencia se nos invita a injertar estima, simplemente eso. Hoy más que nunca se demanda asistencia humanitaria por todos los territorios. Muchos seres humanos caminan en riesgo permanente, requieren de nuestro incondicional auxilio, tanto material como anímico. Es cierto que el mundo ha reforzado la legislación y las medidas tangibles para proteger a la población civil de los países en conflicto y el tema es prioritario en la agenda del Consejo de Seguridad de la ONU; sin embargo, las violaciones de derechos humanos y los ataques indiscriminados contra los civiles siguen ocurriendo con regularidad; en consecuencia, a mi juicio, hemos de trabajar mucho más para que se respeten las leyes internacionales y se nos ablande el corazón. Al final uno se expande con lo que en realidad ha cooperado en dar vida, como arquitecto de latidos, en este infernal mundo de intereses mezquinos.
Con razón se dice que el individuo asciende cuando se deja caer de rodillas. No somos nadie sin los acompañantes. Es fundamental, por tanto, estar abiertos a la vida y no encerrarnos jamás en la posesión de un único camino. No tengamos miedo a comprometernos a la hora de tomar decisiones que verdaderamente nos hagan progresar y esperanzarnos, sobre todo para compartir anhelos y dar luz entre tantas sombras que nos circundan. Seamos gentes de paz, pero también pueblos de acogida. Se me ocurre pensar en la historia de aquellos que arriesgan su vida, donándose a los demás, para que vivan, incluso ofreciendo su distintiva existencia. Como paradigma inmediato, la hazaña del soldado Chancy Chitete, que se lanzó sin dudarlo a ayudar a su compañero en medio de una temporal de balas. Ciertamente, no vivió para contarlo, pero nos quedará por siempre su testimonio de heroicidad, de sacrificio, pues su paso por esta vida marcó la diferencia de manera profunda, por esta tierra de todos y de nadie en particular, hasta el punto que representa una fuente de iluminación en medio de tantas oscuridades vividas.
En efecto, hemos de estimarnos por lo que hacemos, jamás por lo que somos; y, en este sentido, estamos llamados a mundializarnos, a adoptar entre nosotros formas de cooperación y colaboración de acción bilateral, pues hoy será por mí, mañana será por ti, y al siguiente por el otro. Cooperar humanamente es activar el crecimiento de hermanarse, de poder embellecerse con el florecimiento de tantas moralidades olvidadas, y que necesitamos rescatarlas, al menos para poder sentir la virtud de la fortaleza, o de ese coraje cívico, que nos insta a afrontar los peligros y a soportar las adversidades por una causa justa, que es lo que verdaderamente puede reconciliar unas culturas con otras, inmersas actualmente en un aluvión de conflictos armados que originan un enorme sufrimiento. A pesar de estos calvarios, sabed que todos se curan con afecto. Únicamente requieren de un tierno calor llameando, para que los esfuerzos no se paren por el frio. Cooperemos con el fuego del cariño, y por ende, hagámoslo al fervor de la savia.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor
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26 de mayo de 2019.-