“Apertura del espíritu de diálogo como forma de encuentro”
Son muchos los países que están atravesando una fuerte crisis. A mi juicio, en parte propiciada por no concebir lo que se debe; y, para ello, tenemos las normas de lo que hay que hacer y de lo que hemos de evitar. Indudablemente, somos seres de raciocinio, de palabra y pensamiento, al mismo tiempo de hondura y pasiones, por eso es fundamental que entremos en razón. Tenemos voluntad para saber lo que queremos y lo que debemos evitar. Precisamente, esta ordenación del saber es lo que se llama regla o normativa. Una necesidad a considerar siempre y a cultivarla en todo instante. Justo, en estos momentos de divisiones (pensemos en lo que sucede en España con los grupos independentistas), la ley de leyes, o sea, la Constitución es nuestra garantía legal y el marco de convivencia. Lo mismo sucede con la Carta de las Naciones Unidas, el actual escenario mundial nos pone en alerta. Quizás hoy más que nunca nos corresponda defender estos ordenamientos jurídicos. Tampoco podemos actuar por capricho del gobierno de turno, máxime en una época en la que se vierte tanto odio, propagándose la venganza y la impunidad por doquier. Hay que poner en valor el estado de derecho y la dignidad humana. Lo decía en su tiempo, el inolvidable poeta español Ramón de Campoamor (1817-1901), “la libertad no consiste en hacer lo que se quiere, sino en hacer lo que se debe”, y cuánta conciencia hemos de tomar los humanos de esto, si en verdad no queremos destruirnos.
Desde luego, nuestro deber como linaje es no apartarse de ese innato sentido común, de la recta razón por la que formamos parte de esa humanidad, que no puede vivir desligada de sus principios. Precisamente, por ser libres estamos sometidos a la ley, que es la que nos guía en la acción, con el aliciente del premio o del castigo, a fin de que obre el bien y se impida el mal. No olvidemos, asimismo, ese derecho natural que todos llevamos implícito en nuestra propia conciencia que contribuirá además a que podamos vivir cada uno según las leyes humanas, pero también según esa auténtica moral del corazón, por la que corregimos los errores de nuestros instintos. Al fin y al cabo, todo requiere de un sentimiento de honestidad consigo mismo. Son los valores y objetivos impresos en vías constitucionales, los que suelen llamarnos al arreglo pacífico de las controversias. Es cierto que nuestro tiempo, nos exige un cambio permanente dado las persistentes transformaciones y los cambios tecnológicos, pero ahí suelen estar en los textos legislativos o reglamentarios, esa apuesta como derecho y deber hacia un trabajo decente, la igualdad de derechos de hombres y mujeres, conforme a un orden económico y social justo, asegurando en todo período el imperio de la regulación, como expresión de la voluntad popular. Lo transcendente de todo ello, es contribuir al fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de eficaz cooperación entre todos los moradores del planeta.
Fruto de esa misión responsable dirigente, y aprovechando la tribuna que otorga el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, Guterres quiso recientemente mandar un mensaje especial a los asistentes al encuentro, reafirmando una vez más que “el privilegio” que comporta ser miembro de la Organización “conlleva compromisos fundamentales en la defensa de los principios y valores de la Carta”, concretamente en la prevención y el manejo de los conflictos. Ciertamente, son estos liderazgos, ya sean políticos, económicos, religiosos…, los que han de ejemplarizar con sus prácticas y actividades; el nunca más unos contra otros, sino unos junto a otros. No cabe la resignación ante tanta crueldad sembrada. Es menester que la especie pensante no caiga prisionera de sus propias miserias. Estamos llamados a entendernos, y aunque sean muchos los obstáculos, nunca podemos darnos por vencidos. Tal vez nuestra actuación tenga que ser más directa, refrendando aquello de hacer lo que se debe, pues lo importante es salvar vidas y reducir sufrimientos. Por desgracia, con la reaparición de jefaturas populistas y sus políticas de rencor, el retroceso en derechos humanos se ha vuelto una realidad. Se multiplican los escenarios permanentes de inestabilidad, violencia y fanatismos, que nos trasladan al caos y a la pérdida de cualquier esperanza. Junto a esta alarmante situación, es vital que los mandos activen otras atmósferas más respetuosas, concilien otros horizontes más justos, negocien y medien para ejercer su autoridad, a fin de unir, ya no solo a las generaciones entre sí, de igual forma a esa diversidad endiosada muchas veces, a la que hay que movilizar interiormente como partícipes a coaligar en la construcción de esa armónica casa común.
Nadie puede quedar excluido a la hora de hacer lo que se debe. La especie avanza cuando crece humanamente. Y así, más allá de las técnicas productivas, está la consideración hacia el ser. La riqueza del mundo vendrá de la mano, de esa apertura del espíritu de diálogo como forma de encuentro, como manera de vivir; cooperando, colaborando y participando. La ciudadanía ha de optar por otros latidos, más del alma que del cuerpo, por otro porvenir menos interesado y mundano, pues lo esencial es ampliar la mirada para reconocer un bien más universal, donde nadie se quede sollozando. La cuestión es que despertemos a tiempo. No podemos concebir nuestro paso por aquí, como una vocación meramente mercantil que fermenta el egoísmo, tenemos la responsabilidad del cambio, de cumplir otras exigencias más solidarias, que son las realmente humanísticas, como es la capacidad de abrirse a los demás. Esto es básico para no quedar aislados en las exigencias doctrinales de una economía que nos enfrenta y aísla, en vez de hermanarnos. Ojalá aprendamos a discernir lo esencial de lo superfluo, para que el mundo acabe siendo una acompasada familia de latidos, poblada y repoblada con pulsaciones diversas, que es lo que verdaderamente nos enriquece la percusión que nos alienta a vivir, haciendo de la vida la mejor obra con la mejor orquesta.
Víctor CORCOBA HERRERO / Escritor
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12 de enero de 2020