“Detrás de cada uno de nosotros siempre hay un rastro y un rostro, que ha de enternecernos, porque ese alguno
que camina a nuestro lado y que sueña como nosotros, es alguien vivo al que no se le puede utilizar ni apartar”.
El desánimo nos está dejando sin fuerza a buena parte de los humanos, que hace tiempo dejo de ser poesía, para ser poder que amortaja y divide. Ciertamente, vivimos en un período de confusión permanente del que tenemos que salir cuanto antes para tener continuidad como linaje. Para desgracia colectiva, la falsedad nos gobierna por todos los rincones. No hay más alianzas que las que perfilan los poderosos, en base a sus intereses mundanos. Para colmo de males, apenas buceamos por nuestros interiores, ya que sólo nos mueve don dinero. El caudal de las finanzas es el que abre las puertas de aquí abajo, cuando el verdadero valor radica en ofrecer savia y coraje en los andares. Olvidamos que somos hijos del amor. ¡Qué adversidad más grande! Al níveo quehacer del amar, hemos de regresar, por mucho que avancemos en mercadería. No hay mayor tesoro que enhebrar el alma de olmos para poder conjugar el cuerpo con el espíritu. Únicamente así, podremos vencer la indiferencia y descubrir otro modo de vivir, perdonando y donándonos. Ahí radica el cambio, en salir al encuentro para reencontrarnos juntos y hacer familia.
Detrás de cada uno de nosotros siempre hay un rastro y un rostro, que ha de enternecernos, porque ese alguno que camina a nuestro lado y que sueña como nosotros, es alguien vivo al que no se le puede utilizar ni apartar. Naturalmente, nadie puede excluirse del pulso viviente. Todos somos necesarios y singulares. Por ello, tenemos que propiciar la cercanía, fomentar los encuentros, promover lo auténtico y derribar de los caminos el odio y la violencia. Sin duda, nos merecemos otras luces más auténticas, además de nuevas atmósferas que nos armonicen. Este oleaje de conflictos que siembra la mentira, nos está dejando para el arrastre. Desunidos tampoco ganamos batalla alguna. Desde luego, necesitamos cosechar gestos más verdaderos, que nos injerten sintonías tranquilizadoras. Para empezar, hagamos la tarea diaria cada cual consigo mismo, que no es otra que conciliar abecedarios, reconciliarnos con lo más próximo para que deje de nombrarse al prójimo como contrario, llevar un te quiero en los labios del nervio para enmendar situaciones y acompañar con nuestra presencia a alguien que se sienta solo.
Claro que no es fácil hermanarse con el quehacer de cada jornada. Es una labor dura, pero no imposible. Cuando los ciudadanos activan el vínculo de la ejemplaridad como ciudadanía y las sociedades eligen el Estado social y democrático de derecho, las políticas se tornan más poéticas y las personas vuelven a sobresalir sobre la ganancia. Esta sana acogida en común se convierte en otro vivir y se vierte en un culto al abrazo sincero, del que todos salimos regenerados. El orbe de las relaciones, pues, tiene que sustentarse en la ternura, para mejorar la comprensión y el entendimiento. Ahora cuesta entenderse hasta uno mismo, en un mundo que nos aplasta de injusticas, con unas sociedades cada vez más deshumanizadas, lo que impide garantizar una interacción melódica y una voluntad de las diferentes culturas para convivir juntas. En este sentido, dicha convivencia ha de obligarnos a devaluar la competitividad y la conflictividad. Fuera tribulaciones, por consiguiente, y tomemos la dicha de vivir desviviéndonos unos por otros.
Lo importante es no perder esa paz interior de la que estamos actualmente tan hambrientos en todo el globo terráqueo. Eduquémonos para hermanarnos, tomemos conciencia de lo saludable que es compenetrarse, sobre todo para no perder horizonte alguno por falta de aliento o de oportunidades. Compongamos, igualmente, existencias más fraternas y coexistencias mejor ensambladas. Traigamos el corazón y la caricia de una mirada esperanzadora. Al tiempo, dejémonos asimismo tutelar por el ancla de la verdad para que renazca nuestra bondad. Seguramente, entonces, el Mediterráneo dejará de ser la ruta migratoria más peligrosa del mundo, con el mayor índice de mortalidad. Probablemente, también, brotarán las virtualidades del positivo diálogo, desinteresado, objetivo y leal. Con ello mejoraremos, indudablemente, tanto la concordia en el seno de los hogares como la quietud entre los moradores. Al fin y al cabo, esto nos exige comprometernos con la fuerza de un corazón renovado y solidario en la reconstrucción de vínculos olvidados o perdidos. Algo que nos hace falta como el comer.
Víctor CORCOBA HERRERO/ Escritor
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