La Junta de Gobierno de la UNAM no solo existe para elegir rector y directores. Se diseñó para equilibrar y acotar el
poder del jefe nato, el rector, con el objetivo de evitar la formación de cacicazgos a través de la imposición de sucesores en la Universidad.
El modelo, que por lo general funciona, podría hacer agua justo ahora, en un momento fundamental, por el contexto político, en la historia universitaria.
Cuando alentó a la mitad de sus colaboradores, seis en total, a inscribirse al proceso de sucesión por la Rectoría, Graue desanimó a la mayoría de los directores de facultades; justo las grandes comunidades de alumnos y académicos de la UNAM. Seis de 17 candidatos era más del 35 por ciento de los aspirantes marcados con el sello de Graue. El porcentaje mostraba una clara sobrerrepresentación que preocupó a varios estudiosos de la historia y los procesos universitarios, pues el número contrastaba con la pobre participación de directores, sólo tres, y únicamente dos de las grandes y tradicionales comunidades académicas de la UNAM: Medicina y Derecho. El hecho encendió una primera alarma sobre el proceso.
La mayoría de los directores interpretaron la inscripción de los colaboradores más cercanos de Graue, y el permiso que éste les dio de hacer campaña desde la Torre de Rectoría, como la señal de que el rector pretendía elegir a su sucesor entre su equipo de colaboradores. Eso, naturalmente, desalentó más su participación.
Competir con la bendición de Graue y hacer campaña con información privilegiada y global de los problemas de la UNAM, además de con mecanismos para forzar el apoyo de otras comunidades: el presupuesto en el caso de Álvarez Icaza, la gobernabilidad en el de Leonardo Lomelí y la aprobación de los proyectos de innovación que requieren inversiones importantes en el de Patricia Dávila, convenció a los directores de que hay dados cargados.
Pero cuando fue la Junta de Gobierno quien descartó a siete aspirantes para reducir a 10 la lista final, las alarmas se dispararon al tope, pues los seis candidatos de Graue pasaron a la final y en el primer corte la Junta solo eliminó a gente ajena al equipo del rector saliente. Así, hoy el 60% de los candidatos a la Rectoría son empleados de Graue, sin comunidad que los respalde ni conocimiento directo de los problemas de la UNAM porque despachan desde la Torre, pero con el apoyo del rector y la alta burocracia universitaria.
La jugada es clara: Graue manipula a una Junta de Gobierno que no entiende ni su momento ni su responsabilidad. Sus integrantes no saben que su papel también es impedir que el Rector actúe como emperador cargando los dados de su propia sucesión, para imponer a su candidato, o candidata.
Ni siquiera en tiempos de Juan Ramón de la Fuente, que le limpió el camino a José Narro, se había visto un exceso del rector como el de ahora. De la Fuente, mucho más popular y experimentado que Graue, tuvo el cuidado de mandar a Narro a la Dirección de la Facultad de Medicina para, desde ahí postularlo a rector, fórmula que después repitió con el propio Graue para derrotar al candidato del priismo peñista y del propio Narro: Sergio Alcocer. La razón es simple: los rectores salen de direcciones de las grandes facultades y no de las oficinas burocráticas porque en aquellas están los alumnos y los académicos universitarios. Es en las facultades, no en las lujosas y cómodas oficinas de la Torre de Rectoría, donde se viven, se negocian y se solucionan, los problemas diarios de la UNAM.
Lo que la Junta de Gobierno aún no comprende, además de su responsabilidad histórica en este proceso, es que ocho facultades y escuelas cerradas y tomadas en este momento, que representan más de 100 mil universitarios sin clases y cuyos cierres son responsabilidad del staff de Graue, es un aviso de la clase de movimiento estudiantil y académico que podría estallar en la UNAM, si continúan empeñados en complacer, en lugar de contener a un rector que tiene muchas, muchas cosas que explicar sobre el estado en que deja la UNAM.