Conversaba con un amigo y colega sobre el nuevo estigma mexicano. Referíamos cómo ahora se nos mira en el extranjero. Tan de mal manera que hasta el tal Donald Trump ese no nos baja de infectos, drogadictos y criminales. Para nada nos quiere Trump. Eso no es nuevo y lo sabíamos.
Pero si es de llamar la atención la nueva forma en que hará poco más de dos décadas nos miran nuestros vecinos latinoamericanos. De eso conversábamos mi amigo y yo.
Por décadas, México fue visto en la mayor parte si no es que en todos los países latinoamericanos como un modelo aspiracional. México había logrado avances en prácticamente todos los campos en el periodo que siguió a la también famosa e inspiradora revolución del 10.
Se llegó a hablar incluso del “milagro mexicano” porque en casi todas las áreas este país registraba avances. El país pasó de una etapa predominantemente rural a una acelerada industrialización y urbanización. La revolución dio sus frutos. El país se institucionalizó y los mexicanos podíamos sentirnos satisfechos del progreso. Con esfuerzo los mexicanos podían alcanzar metas básicas como una vivienda, empleo, educación de mejor calidad incluso que ahora, infraestructura y otras cosas más. La patria era más o menos solvente y daba a sus hijos más satisfacciones que penas.
Esto fue proyectado además en buena parte por el cine de la época de oro. México podía sentirse orgulloso de sus raíces, cultura y progreso. Salvo algunos episodios e insurrecciones pronto sofocadas, puede afirmarse que México vivía en un clima de relativa paz social. Y algo clave es que los mexicanos mantenían fe en el futuro de ellos y su descendencia.
Vino el movimiento del 68 como una clarinada de la descomposición en curso. Fue sofocada la rebelión estudiantil, obrera y popular. Los gobernantes pretendieron hacer saber que aquí no pasaba nada más allá de la acción de un grupúsculo comunistoide alentador de muchachos sanos e ingenuos.
Luis Echeverría avivó la leña con capítulos sobresalientes como una primera devaluación monetaria, evidencia de que la descomposición avanzaba. López Portillo terminó mal y llorando aun cuando se dijo el último presidente de la postrevolución mexicana.
De la Madrid, Salinas y Zedillo, por el PRI, configuraron un nuevo paradigma económico, que a la fecha se sigue “administrando”, aunque con déficits y peligros cada vez mayores, entre ellos la “gran reforma energetica”. El entreguismo presidencial se ha acelerado y profundizado.
En forma paralela, el crimen y las drogas hicieron su macabra aparición bajo la protección de no pocos políticos, para decir lo menos. Y los mexicanos dejamos de ser lo que fuimos para América Latina.
Ahora somos vistos –aunque poco o nada se diga- como los hijos de una nación empobrecida, violenta, corrupta y criminal. Y por si fuera poco, dependiente casi al ciento por ciento de Estados Unidos. México es para muchos el cabuz norteamericano. ¿O no? (fin)
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