Quienes estudian el futuro con el objetivo de mejorar las condiciones de bienestar de los que no han nacido, de los que aún no crecen, de los que no tienen voz, lo hacen por medio del pensamiento prospectivo, aquel que
plantea lo qué podemos hacer para que el futuro sea mejor. La pandemia vino a replantearnos a nivel global y local nuestros principales desafíos, pero también a desenmascarar muchas de las hipótesis que sosteníamos como sociedad, como país, en todas las materias, nos vino a develar nuestra necesidad de plantear y planear el futuro.
El modelo político mexicano que conocemos como democracia, corresponde a un debate abierto al ser un proceso inacabado. Cierto, también ha dado pasos relevantes en el sentido correcto para el cual fue adoptado, debido a que cuenta con instituciones, acceso al voto, reglas y todo un andamiaje que permite presentar a México como un país de este corte. El acento está en el grado de madurez que hemos alcanzado y de sus largos pendientes o de “su muerte inminente” como lo señala Levitsky y Ziblatt, en su libro Cómo mueren las democracias.
Por lo que su revisión, incluyendo su actualización siempre es permanente, lo que implica que debemos de ir más allá de la visión clásica de democracia, de su descripción procedimental (que no es menor) y ponerla en medio de los nuevos bríos que demandan las realidades sociales.
Esto es así porque las realidades cambian y con ellas la manera de gestionar y enfrentar los problemas públicos, tal como vino a demostrarnos la pandemia del Covid-19, en la mayoría de casos desveló gobiernos incapaces, con administraciones públicas no preparadas, con sus sistemas de salud obsoletos; expuso también contrastes y matices en el tratamiento gubernamental que se le dio a la crisis de salud; generó reflexiones públicas y privadas, nuevas normalidades, con saldos dolorosos que tardarán en sanar.
La democracia mexicana y la gobernabilidad están lejos de alcanzar parámetros más hechos, han sido y siguen siendo cuestionados, porque muchos de los temas para los cuales fue adoptada como modelo político, no han sido atendidos, siguen siendo postergados. No basta solo con representar voluntades de las mayorías, sino que estas constituyan auténticos vehículos de atención de los principales problemas, es decir, donde el andamiaje democrático permita representar las principales demandas de un país, pero sobre todo darles respuesta.
Que no nos extrañe entonces la pregunta que retumba en el imaginario colectivo ¿una democracia para qué? Y espera respuestas.
Porque al revisar sus pendientes, se constata que logra ser instrumento de canalización de diferencias, sí, pero no alcanza a reducir las desigualdades, los niveles de pobreza, por lo tanto existe un déficit en su gobernabilidad. Por ende, las tensiones crecen y se pone en duda el modelo político.
De ahí el desencanto.
Eduardo López Farías es economista, maestro y doctor en Administración Pública, ha realizado dos estudios postdoctorales en España y actualmente se encuentra realizando un tercer postdoctorado.
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