Hay quienes dicen que a partir de ahora ya hay que dejar de hablar del hoy expresidente y su sexenio para comenzar
a centrarnos en el futuro. No creo que sea posible. El desempeño del gobierno deja en su hoja de balance algunos asuntos en la columna de los haberes y muchos, pero muchos, en la de los deberes.
El expresidente deja cuentas pendientes. No sólo las mil y una cosas que dejó sin resolver sino aquellas que empeoró seriamente y que en la última semana han llenado las páginas de la prensa. La gran mayoría de los reportajes y opiniones coinciden señalar que en el haber del balance está el aumento del salario mínimo (110% respecto a 2018), la seria disminución del outsourcing, el programa de adultos mayores que mejoró notablemente el bienestar de más de 10 millones de personas, la mejora en la recaudación, el respeto a la autonomía del Banco de México y, con sus muchas limitaciones, la disminución de la pobreza en algunas de sus mediciones.
Por desgracia, los desaciertos y retrocesos fueron mucho mayores. No repito las de por sí conocidas cifras, pero están en la polarización social, el papel de los militares, los muertos, desaparecidos y la violencia en general, la salud, la educación en todos sus niveles, la infraestructura, la corrupción , la impunidad, la ampliación de delitos con prisión preventiva, la libertad de expresión, la desinformación cotidiana, el endeudamiento, el vaciamiento de los ingresos que existían para emergencias, el muy pobre crecimiento, el desprecio por la ley, la imagen de México en el exterior y, el desmantelamiento de la democracia.
No podremos dejar de hablar del sexenio que terminó porque aún faltan dos cierres de la Auditoría Superior de la Federación que dan cuenta del uso de recursos públicos y porque en los meses que siguen surgirán nuevas investigaciones sobre los abusos de poder.
Pero sobre todo, no podremos dejar de hablar del gobierno del expresidente porque sus resultados y algunas de las iniciativas que están en curso serán obstáculos para el nuevo gobierno.
Era absurdo, lo dije hace meses en uno de mis últimos artículos en Excélsior, haberle pedido a la nueva presidenta, a Claudia Sheinbaum, pedirle un deslinde con su antecesor. Primero porque ella concuerda con muchas -no sabemos si con todas- de las acciones de su antecesor y segundo, porque los deslindes discursivos no sirven de nada.
Los cambios que vengan serán, seguramente, no porque los pidamos los críticos del gobierno obradorista sino por la realidad con la que se enfrentará Sheinbaum. Una realidad con graves problemas nacionales e internacionales y con muy escasos recursos económicos aunque no políticos, salvo la polarización que inunda al país.
Sheinbaum llega con un poder político que no veíamos desde la prácticamente total hegemonía del PRI. El 60% de los votos, mayoría calificada en diputados y prácticamente en senadores, una mayoría aplastante de 24 gobernadores y la desaparición de contrapesos al ejecutivo.
Pero el enorme poder que acumulan Morena y Sheinbaum palidece frente a los problemas que hereda. Esos problemas no se resuelven con mayorías políticas. Ni la penetración del crimen organizado y su consecuente pérdida de territorio para el Estado mexicano, ni el aprovechamiento del nearshoring, ni la recomposición de los sistemas de salud y educación, ni la escasez de recursos, ni la corrupción, ni todo lo demás se resuelven con con todo el poder con el que comienza a gobernar. El arte de gobernar sí tiene ciencia.
Hay poder para hacer pero también para deshacer. Mi ambición para el gobierno de la nueva presidenta, a la que le deseo el mayor éxito posible, es que utilice el poder para hacer.
Su habilidad para crear un nuevo pacto nacional con ciudadanos, organizaciones de la sociedad civil, empresarios y lo que queda de la oposición sería de gran ayuda.
María Amparo Casar
@amparocasar
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