La izquierda y la derecha se hermanan en la noble labor de defender a la clase media de la propuesta fiscal del presidente, que propone gravar algunos rubros e incrementar de 30 a 32% el impuesto sobre la renta. En realidad la defensa de este sector es la coartada perfecta para consolidar su non sancta alianza.
Cuando la izquierda dice que no se requiere un incremento de impuestos avala el rechazo de la derecha a que se eliminen los privilegios y paraísos fiscales, como la consolidación fiscal y otras formas de elusión, que les permite pagar tasas impositivas de entre 1% y 6% sobre sus ganancias: una persona que gana 10 mil pesos paga una tasa mayor de impuestos que las 30 empresas más grandes que cotizan en la bolsa de valores. En el fondo ambas fuerzas se oponen a modificar el statu quo político y económico.
Otra coincidencia que une a izquierda y derecha es su discurso catastrofista: para la izquierda las reformas como la energética y la fiscal pueden llevar al estallido social… y para la derecha, la reforma fiscal va a causar un desastre económico que, aunque no lo dice, va producir lo mismo que vaticina la izquierda: un alzamiento civil. Hay un consenso básico entre ambas fuerzas políticas: que el régimen que tanto los ha beneficiado no cambie. La reforma fiscal no sólo se trata de quién debe pagar y cuánto para financiar los bienes públicos que a todos nos benefician. Tampoco es un mero asunto de distribución de la riqueza. El meollo de los impuestos es que al tocar la fibra más sensible de los ciudadanos, su dinero, sus bienes, trasciende la relación puramente económica y se ubica en el terreno de la más alta política.
Los fundadores de la democracia creían que no debía haber impuestos sin representación. Ahora debemos añadir: no debemos tributar salvo que mejoren los sistemas de representación y de rendición de cuentas: que el dinero público se use para el bien común y no para fines privados. El objetivo debe ser mejorar la democracia. Este noble ideal sí debería convocar a la unidad a izquierda y derecha (de todas las fuerzas políticas), y no el mezquino interés de defender sus privilegios: la supervivencia del régimen patrimonialista y corporativo, que para la izquierda –y todos los partidos– significa mantener clientelas vía el gasto público, y para la derecha quiere decir la continuidad del capitalismo de amigos: contratos, privilegios... La propuesta de reforma fiscal debe ser el punto de partida para transformar el sistema político.