El fin del “monolito revolucionario” llegó a finales de la década de los años 60s. Los dramáticos sucesos de 1968 y 1971 redujeron la legitimidad de los gobiernos emanados de la Revolución y comenzó un movimiento de apertura democrática en el país. Las voces opositoras al régimen tenían tribuna que exigía la alternancia en el ejercicio del poder.
En esta lógica, las cuestiones económicas comienzan a tener mayor auge en las determinaciones gubernamentales. Las ideas neoliberales ingresan a las oficinas de hacienda, con lo que inicia un proceso de desarticulación de las políticas del estado de bienestar, en un marco devaluatorio constante, aparejado a grandes crisis económicas. Los principios de justicia social que dieron sustento y legitimidad a los gobiernos postrevolucionarios fueron cimbrados desde sus cimientos. El gran edificio construido por la Revolución Mexicana iniciaba su proceso de desmoronamiento provocado, tanto por la extranjerización de la política económica, movida con un mal entendido ánimo modernizador, como por el enojo de una generación que vivió permanentemente en crisis.
México entró en una etapa de inestabilidad política y la pérdida de la identidad nacional. Se desmintieron mitos que cohesionaban y fueron sustituidos por verdades que provocaron desilusión y desdoro hacia lo “mexicano”. La educación pública se transformó en una patética y descolorida capacitación para el trabajo. Se perdió identidad, impulso, deseo de mejoría y fuerza del Estado.
Las promesas de democracia y la justicia social no se cumplieron jamás. Lejos de ello se gestó una clase política groseramente acaudalada, cínica e insensible que, sin distinción de partidos, parecieran estar más interesados en su peculio particular que en trabajar en las funciones públicas que tienen encomendadas.
Hoy México vive una situación social muy similar a aquella que detonó la guerra de 1910. Hoy hay una clase groseramente acaudalada frente a otra grotescamente pauperizada. La gran falta de progreso y bienestar, aunado al desprecio generalizado por la clase gobernante –sin distinción de partido–, propician el enojo social y la añoranza de una transformación radical del país y sus instituciones.
Tristemente la Revolución Mexicana llegó a su fin sin que podamos aplaudir los resultados. La transformación ofrecida por los caudillos jamás llegó; la pobreza y la injusticia social siguieron creciendo a la par del cinismo, el abuso del poder y la falta de vocación de servicio de una indolente clase gobernante. Todo ello ante la mirada incrédula de un pueblo abandonado, sin seguridad, sin justicia, abiertamente desilusionado de la política y de toda la cosa pública.
@AndresAguileraM