Durante los pasados comicios electorales, tanto la Iglesia Católica como varios de los actores políticos que los protagonizaron, hicieron alusiones al rechazo social generado por la propuesta presidencial de modificar el Código Civil Federal, para dar cabida al matrimonio igualitario.
Desde el momento del anuncio presidencial, hasta el mismo día de los comicios, tanto en homilías como en los órganos de difusión del episcopado mexicano, se dedicaron a promover el voto en contra de quienes “atentaban en contra de la familia y los valores cristianos”. Dicho de otro modo –y así declarado por representantes de la Iglesia Católica– los sacerdotes, obispos y cardenales, auspiciaron una campaña política, nada sigilosa, en contra del Presiente de la República y su partido.
Ello implica una intromisión directa a los asuntos del Estado, situación que, históricamente, ha sido más condenada por la sociedad mexicana. Llamémosle como sea, el hecho es que la curia católica participó militante y activamente en asuntos de índole político-electoral, situación que tiene prohibida por mandato constitucional y por una razón fundamentalmente histórica: cada vez que la iglesia interviene en asuntos de estado, siempre buscan beneficios para sí y para sus jerarcas, jamás para la grey a la que dicen representar.
Independientemente del debate –por demás complejo y tenebroso– que implica la transformación de la Iglesia Católica, derivado principalmente de los abusos –de sobra documentados y conocidos– en que han incurrido sus jerarcas, en México ha quedado claro que las iglesias institucionalizadas no deben participar en los asuntos relacionados con el tema gubernamental. El gobierno es para todos, no sólo para quienes comparten la fe católico-cristiana, de aquellas que derivan de ésta o de cualquier otra religión.
El Estado es laico –en un modo incluyente y no militante– pero con la claridad de que los asuntos terrenales se atienden en las instituciones creadas por los seres humanos, mientras que los temas de la fe se atienden y satisfacen en los templos, los altares y la intimidad de la reflexión interna.
Promover acciones relacionadas con el rechazo, tienen siempre un origen prejuicioso y pernicioso. Así, promover el castigo –ya sea en voto, rechazo o desobediencia– hacia una instancia gubernamental o político, por el hecho de contravenir dogmas, ideas y principios religiosos, utilizando para ello algo tan íntimo para las personas como la fe, es por demás deleznable y completamente reprobable, y más tratándose de un tema que busca igualdad en ánimo de defensa de libertad.
En esta tónica, es conveniente retomar los principios constitucionales y aplicar todo el rigor de la ley a aquellas instituciones religiosas que hayan transgredido el principio de laicidad del Estado. No es justo –ni justificable– que se utilice la fe de las personas para hacer política, pues ello sólo lleva a la exclusión y a la sinrazón, lo que invariablemente propicia violencia y enfrentamiento social, lo que se traduce en un retorno a un oscurantismo que nadie quiere ni necesita.
@AndresAguileraM