México está envuelto en una profunda vorágine política que, conforme se acerca el año de la elección presidencial, se torna más álgida y tórrida. Ciertamente este es un fenómeno recurrente en las democracias modernas, pues mundialmente existe una deslegitimación
y desencanto para con las cuestiones gubernamentales, las ideologías, las ideas y las visiones de quienes gobiernan. Ya nadie cree en los políticos y, mucho menos, en sus promesas para con la sociedad. No es para menos, pues desde casi 30 años, existe un notorio estancamiento en el desarrollo y evolución hacia el bienestar en las naciones.
Los países y sus gobiernos, en aras de aceptar los postulados de un neoliberalismo voraz, amoral e implacable, tomaron la determinación de volverse meros espectadores de las causas y efectos del mercado; a predecir sucesos que jamás se cumplen y a dar explicaciones de su falta de precisión predictiva. No sólo dejaron de ser mecanismos generadores de bienestar, también abdicaron en sus funciones primigenias y fundamentales: brindar seguridad a las personas y a sus bienes. Es decir: dejaron de ser eficaces hasta en lo que les dio origen como creación social.
El gobierno, a juicio de la mayoría de la población –esa que no está obligada a entender de teoría política, económica o jurídica– percibe al gobierno como un mecanismo pesado, caro y –en muchas ocasiones– carente de toda utilidad cuyas principales características se circunscriben a dos adjetivos: corrupción e impunidad.
Esta situación, penosamente, hace que los discursos del populismo –esas promesas basadas en la crítica constante, con propuesta prácticamente nula o inviable– cobren fuerza y arraigo en la población, más como una respuesta de inconformidad que de convencimiento pleno, así se vuelve una respuesta a modo de protesta, que es acogida por las sociedades que están hartas de la incompetencia e ineptitud de quienes gobiernan que, en su mayoría –y en especial en México– se ha vuelto la materialización de un clasismo arraigado en una clase política indolente con ínfulas de putrefacta oligarquía, mayoritariamente ajena a la realidad nacional y al sentir de la gente; que supone que las instituciones públicas son negocios personales, de los que pueden disponer a capricho para enriquecerse, sin que –siquiera– cumplan, mínimamente, con el mínimo de las obligaciones éticas y legales.
Tanto el populismo como el clasismo gubernamental, son dos condiciones que hoy –muy penosamente– caracterizan a las clases gobernantes de México y de muchas naciones del orbe. El tiempo del “Estado de Bienestar” concluyó para abrirle paso a la incompetencia, la inmoralidad, la insensatez, la corrupción y a impunidad. La renovación moral es indispensable para comenzar un largo camino de recomposición política y social en el mundo.
@AndresAguileraM