Las últimas tres décadas han marcado profundas transformaciones en el país. Primeramente, la de nuestra economía, que dejó de ser proteccionista para volverse abierta y global. Mayor comercio y diversidad de productos, a apertura fue planteada como la nueva panacea en el desarrollo del país. Se privilegió la libertad sobre el control y la capacidad de discernimiento sobre la imposición. Nos abrimos a un nuevo capítulo de
libertad que, sin conocimiento entremezclado con valores, se pervirtió a libertinaje, trayendo consigo una mayor valía al dinero que a los valores. Se privilegió al consumismo, que ha sido una consecuencia sumamente negativa para el desarrollo humano de la sociedad, sobre la simple satisfacción de necesidades. Se perdió la solidaridad y se impuso el egoísmo.
La educación, como medio para la perfección humana y el desarrollo individual y colectivo, se perdió, pues se pervirtió en el camino y se transformó en una mera capacitación para el trabajo. La gente dejó de ver utilidad en el conocimiento; dejó de tener interés por el saber y dejó la lectura para saciar su morbo en telenovelas malogradas, con diálogos pueriles y carentes de sustancia. Las sociedades, sobre todo las urbanas, fueron perdiendo el interés por las artes, la literatura, o la política en su esencia tradicional. Se volvieron reminiscencias de un pasado en el que el tiempo rendía más y uno podía darse “ciertos lujos”.
El gobierno deliberadamente fue debilitado, disminuyó su influencia en la vida económica y social, así como su fuerza y capacidad operativa. La presencia de factores reales de poder, principalmente económicos, incrementaron su fuerza e influencia en las determinaciones gubernamentales, al tiempo que las instituciones públicas, paulatinamente, han sido sometidas a sus intereses. Todo ello en un contexto en el que la violencia incrementa a lo largo y ancho del territorio, sin que exista posibilidad de que aminore. La disputa es —innegablemente— por el control de la criminalidad en los territorios de las entidades del país. Todo ello, en una pérdida estrepitosa de la legitimidad de la que emerge la fuerza de las instituciones de la República.
El servicio público está sumamente devaluado. Antes era una actividad profesional que dignificaba y vanagloriaba a quien la ejercía, hoy es motivo de queja y escarnio de una sociedad que no comprende el valor de lo que ejercen. Todo ello con motivo de la pérdida de legitimidad y el menosprecio a la autoridad del Estado.
Las ideologías y los principios en la vida política han sido abandonados, pues quienes debieran ser ejemplo, enarbolarlos y vivir con basen en ellos, los ocupan como meras frases de adorno en los discursos de las campañas electorales, sin que éstos trasciendan al ejercicio de la función pública o a su vida personal. Son simples cobijas una clase política distante y ajena a la población que gobiernan; abstraída de los problemas de gobernabilidad que no alcanzan solución, más por desidia que por ineptitud o incapacidad.
Así fue como la apertura democrática inició su vida en la modernidad política de México; así es la nueva crisis a la que las nuevas generaciones asumen como normal. Violencia, inflación, pérdida del poder adquisitivo, inseguridad, impunidad, corrupción, indefensión y temor, son calificativos comunes en las charlas de las personas de todas edades y posturas políticas. Por ello es que hoy la sociedad, desesperada, busca opciones que le brinden la posibilidad de transformar, por completo, la vida política de nuestro México. Por eso, las opciones contrarias a lo establecido es que son tan atractivas.
@AndresAguileraM