En los últimos tiempos, la austeridad en el gobierno ha surgido como una exigencia social que es respuesta a una serie de abusos históricos que miembros de la clase
gobernante han realizado en el ejercicio de los encargos públicos. La gente está indignada —con sobrada razón— por ver como funcionarios públicos, con resultados magros en sus gestiones, tienen vidas de privilegio, a modo de grandes potentados, aderezado con una prepotencia insultante en su trato para con la ciudadanía a la que deben servir. El enojo —por esta y otras situaciones— existe, se siente en las calles y se hizo patente en la elección del 1º de julio.
Hoy, las instancias decisorias recientemente electas y que integran los órganos de representación popular, han tomado esta exigencia como una bandera y principal acción a realizar, previo a la toma de protesta del Ejecutivo Federal. Incesantemente han realizado acciones para demostrar que están cumpliendo con este mandato, que van desde la reducción de gasto y la generación de ahorros, hasta la expedición de leyes que imponen un régimen de restricción de gasto para todos los entes públicos, en las que —en esencia— se proscribe el acceso a cualquier prestación adicional a las que ordena la ley laboral, junto con un régimen que topa las remuneraciones a los servidores públicos a la que reciba el Jefe del Ejecutivo Federal. De este modo, quien fijará el salario de millones de servidores públicos del país será el Presidente de la República, quien cuenta con la potestad única de auto determinarse sus remuneraciones; después de él, los tabuladores deberán ir descendiendo.
De este modo la República entra en una nueva fase de su vida que implica, no sólo una rigidez draconiana del gasto, también la determinación unipersonal de cuánto ganaran todos aquellos que sirven a la República, independientemente de su ámbito de competencia o de la división de poderes. De este modo se instituye la sujeción del conjunto político a una filosofía personal de vida, que lleva del extremo del despilfarro a la imposición por decreto una vida franciscana de quienes presten sus servicios al Estado Mexicano.
Ciertamente la indignación social por los abusos de una clase gobernante, indolente a modo de una nueva aristocracia o una “casta divina”, ha traído consigo la necesidad de transformar radicalmente la imagen del servicio público, pues evidentemente no puede —ni debe— haber una clase gobernante aislada de la realidad que aqueja a la mayoría de la población; sin embargo, no debemos perder de vista que el grueso de la burocracia es parte de esa misma gente que exigió terminar con los abusos del poder, que viven de su salario y prestaciones, que tienen deudas con los bancos por aspirar a un mejor nivel de vida, y que, irremediablemente como víctimas colaterales, se verán obligados a cambiar su estilo de vida por decreto.
Desgraciadamente la imposición de la austeridad como dogma gubernamental se muestra, ante los afectados, como una venganza inmerecida hacia el servicio público. Estas medidas traen consigo una transformación; sin embargo, pareciera que los efectos —directos y colaterales— no han sido debidamente valorados por quienes están tomando esas decisiones, pues se están gestando molestias entre quienes verdaderamente hacen que las instituciones de gobierno funcionen: el grueso de la burocracia nacional que son los verdaderos engranes de la maquinaria que dirigen los políticos.
@AndresAguileraM