Hay una sombra en el aire que, a pesar de ser aludida en los discursos
políticos y oficiales, no deja de ser una expectativa en el medio político nacional: el mandato del dos de julio de 2018. México, tras una elección “sui generis” en su democracia moderna, ordenó dar un vuelco de 180º a la forma en que se venía tratando la cosa pública y la conducción del Estado Mexicano. Más allá de las preferencias, posturas, filias, fobias o visiones, hay un consenso generalizado que el resultado electoral obedeció a las condiciones propias del momento político que se vivía, una de ellas —que, a mi juicio, es la principal— el descontento generalizado con la clase política dominante tras la primera alternancia del poder.
La oferta democrática, que se mostró como panacea de mejoría casi automática con su arribo, dejó millones de desilusionados y defraudados a lo largo de las primeras décadas del siglo XXI. Durante este tiempo, lejos de estrechar la brecha de desigualdad se incrementó de forma desproporcionada. Hoy en México —en proporción y condición— hay más pobres y menos ricos. Los primeros cada vez son más en número y en condición de depauperación; los segundos cada vez son menos, pero más acaudalados.
Aunado a ello, la condición de inseguridad ha ido en aumento, la impunidad con la que operan los grupos delincuenciales es notoria, al igual que el abandono de las autoridades para las comunidades más pobres del territorio nacional, lo que las hace presa fácil de su poder corruptor. Quienes dirigen al país, principalmente quienes tuvieron la obligación de brindar seguridad a los mexicanos, sucumbieron ante las tentaciones del poder, se corrompieron y se absorbieron en frivolidades y el manejo discrecional del poder de las instituciones públicas en beneficio personal
Los dirigentes políticos, lejos de enarbolar causas sociales justas, se alejaron de sus bases y se dedicaron a repartirse los cargos de elección popular, en detrimento de militancias convencidas y leales a las causas partidarias; al tiempo que los grandes intereses económicos, tomaron el control de las instituciones públicas del país, para mantener control y prebendas en detrimento del interés general.
En esta lógica, la orden popular pareciera ser clara: no se quieren más excesos de la clase política, producto del influyentismo, ni lujos injustificados a costa del erario. La gente ya no quiere un gobierno indolente y ajeno a la realidad de la mayoría de los mexicanos. Se quiere un gobierno activo, que responda y atienda las problemáticas tanto cotidianas como extraordinarias que se presenten. Que se acabe con la cínica corrupción y la impunidad que prevalece pese al engrosamiento del aparato burocrático, pero, sobre todo, que brinde seguridad a todos y cada uno de los que vivimos en el territorio nacional.
Como respuesta a esa exigencia hoy se vive una nueva integración política en las instituciones públicas. Pareciera que han vuelto los esquemas de centralización del poder, como una forma de retomar el control perdido por los gobiernos anteriores, lo que muestra una desilusión absoluta por los magros resultados obtenidos por los gobiernos de la alternancia, donde los pesos y contrapesos entre poderes, obligaban a la negociación política. Ahora, el verdadero reto será demostrar que este esquema, en donde el legislativo y el ejecutivo están alineados en ideología y programa, será útil para sacar a la gente de su enojo y, sobre todo, para generar bienestar real para los mexicanos y crear un gobierno con legitimidad y respaldo popular.
@AndresAguileraM